INTRODUCCION A LA MASONERIA segunda parte

…………………….viene de la Parte I

 

 

 

 

Hiram el constructor aparece nombrado brevemente en algunos pasajes de la Biblia; en 1 Reyes 7,13 se alude a él como artista excelso en el bronce, reclamado por el rey Salomón para realizar diversos trabajos en dicho metal para el Templo. En 2 Crónicas 2, 13-14 se cuenta cómo el rey Hiram de Tiro envía al constructor expresamente a trabajar en la obra del Templo, y menciona su extraordinaria destreza en trabajos de orfebrería y diversos materiales.

Estas alusiones en las Escrituras son el único referente histórico, con las lógicas reservas, que existe acerca de Hiram el constructor, a partir de las cuales se creó la llamada “Leyenda de los Tres Grados” de la masonería. Las Constituciones en principio recogieron la narración casi literalmente, aunque en ediciones posteriores se irían añadiendo algunos detalles ajenos a la narración original bíblica, en orden a adornarla con simbología y alegorías que aportaron cierto aire hermético. Curiosamente, Hiram es mencionado en la Biblia como hijo “de una viuda de la tribu de Nephtalí” y de un hombre de la ciudad de Tiro que también fue hábil artesano: esto aporta un detalle importante a la leyenda masónica, dado que los masones se hacen llamar tradicionalmente “hijos de viuda”, si bien es cierto que esta denominación tiene un significado más bien simbólico.

Es de suponer que la figura de Hiram era sobradamente conocida y considerada por los constructores medievales aunque no haya constancia escrita, lo cual obedecería obviamente a la tradición oral impuesta entre ellos. Lo que no podemos saber con certeza era el significado que tendría para aquellos masones eminentemente operativos; sin embargo, a partir de las Constituciones de Anderson la figura de Hiram pasaba a ser parte crucial de la mitología propiamente dicha de la masonería especulativa, oficializando incluso la figura de “Maestro” masón, ya que hasta entonces no se conocían más que los grados de aprendiz y compañero, dejando el grado de maestro para aquellos que dirigían las logias y que luego pasarían a llamarse “venerables”. La masonería especulativa introdujo el rito iniciático de los 33 grados, incluido el de maestro.

En todo caso, la Leyenda de Hiram o de los Tres Grados se convierte a partir de su publicación general en las Constituciones como un “landmark” o principio masónico esencial y universal para toda logia. El landmark dice literalmente:

“La leyenda del tercer grado es un Landmark importante, cuya integridad ha sido bien preservada. No existe Rito de la Masonería, practicado en cualquier país o idioma, en el que los elementos esenciales de esta leyenda no se enseñen”.

Existen diferentes lecturas, aportes o cambios verificables, pero la leyenda sustancialmente siempre ha de ser la misma, ya que en teoría constituye la base de la identidad de la francmasonería. De aquí la gran importancia de la Leyenda hasta nuestros días, hasta tal punto que muchos masones lo consideran el punto de origen histórico incontestable de la Fraternidad.

Por lo tanto vamos a exponer la Leyenda de Hiram en una versión extendida, obviamente con detalles imposibles de comprobar histórica o científicamente pero que dan una idea más aproximada del trasfondo en que se basa la doctrina y sobre todo el ritual de la francmasonería más auténtica, aunque probablemente gran parte de esta doctrina y ritual ya estén bastante desnaturalizados y fuera de uso en los círculos masónicos actuales.

 

LEYENDA DE HIRAM

Tras la época en que las doce tribus de Israel dejaron la vida nómada en el desierto y se establecieron en la Tierra Prometida, llegó el reinado de los grandes reyes ungidos por el G.A.D.U. (Gran Arquitecto del Universo): el rey David fue quien estableció la capital en Jerusalén. Este vivía en un lujoso palacio, y pensó que no era correcto vivir así cuando el Arca de la Alianza, el símbolo de la unión de Dios y el hombre, permanecía en una simple tienda, por muy suntuosa y lujosa que esta fuera. De este modo tuvo la idea de construir un gran Templo para Dios, que albergara el Arca de la Alianza con todos sus accesorios y las actividades del Tabernáculo.

Pero aunque Dios se mostró favorable a la construcción del Templo, dejó claro a David que él no sería quien la llevara a cabo, ya que tenía las manos manchadas de sangre (había sido un exitoso guerrero); el Templo sería construido en la generación posterior a David.

Así pues, y tal y como se relata en la Biblia, Dios eligió a Salomón, que como futuro sucesor real llevaría a cabo la obra del Templo, aunque David ya comenzó a procurar todo lo necesario para dicha obra.  En 1 Crónicas 22:14 se describe lo que deja David a su hijo: “He aquí, con grandes esfuerzos he preparado para la casa de Adonay cien mil talentos de oro y un millón de talentos de plata, y bronce y hierro sin medida, porque hay en abundancia; también he preparado madera y piedra, a lo cual tú podrás añadir”. Salomón terminaría de juntar los materiales necesarios para comenzar la obra.

Se sabe por la Biblia que Hiram Abiff descendía de la tribu israelita de Dan, era mitad fenicio y mitad hebreo; fue enviado por el rey Hiram I desde la ciudad fenicia de Tiro al rey Salomón para ayudarle en la construcción del Templo de Jerusalén, debido a que era un hombre dotado de los conocimientos necesarios para la organización y construcción de obras magnas.

Tal y como se describe en 2 Crónicas 2:13-14: “Yo, pues, te envío a un hombre hábil, dotado de entendimiento, Hiram Abiff, hijo de una mujer de las hijas de Dan, pero cuyo padre era un hombre de Tiro, para que trabaje en oro y en plata, en cobre, el hierro, en piedras y en maderas, en lana teñida de púrpura rojiza, en hilo azul y en telas finas y en carmesí y en cortar toda clase de grabado y en diseñar toda clase de medio útil que se le dé, junto con tus propios hombres hábiles y los hombres hábiles de mi señor David tu padre.”

Las sagradas escrituras describen a un hombre sabio, un maestro constructor capacitado para hacerse cargo de semejante obra, incluyendo la instrucción y organización de los miles de hombres que iban a trabajar allí.

Salomón se preguntaba: ¿Quién era este hombre, y de dónde procedía realmente?

Se decía (alegóricamente) que Hiram era hijo del Espíritu del Fuego (Tubalcaín, en la Biblia hijo de Lamec de la genealogía de Caín y símbolo masónico del artífice por excelencia del trabajo metalúrgico), y de los genios del trabajo; parecía vivir triste, solitario y era descendiente directo del linaje de Eva.

Nadie conocía el secreto de su origen sublime. Todos le temían y al parecer Salomón, muy suspicaz, le temía más que todos los demás. El temor que inspiraba era mayor que los sentimientos de afecto y simpatía. Salomón presentía la grandeza misteriosa de Hiram, y realmente le hacía sentir inferior ante él, lo que a la larga le generó un gran odio.

Sin embargo, Salomón le había dicho a Hiram: “Hiram, yo os escojo para jefe y Arquitecto Mayor del Templo, y os transmito mi potestad sobre los obreros sin que haya necesidad de otra opinión que la vuestra; así que os miro como a un amigo a quien confiero el mayor de mis secretos”.

Hiram entonces reúne a los obreros y los clasifica en tres clases o grupos, de manera que los miembros de cada grupo tuviesen tareas específicas según sus méritos y capacidades. Para su respectiva identificación recibieron signos, palabras y toques diferentes, y sus lugares de reunión dentro del Templo estaban separados. De este modo, los Aprendices se reunían y recibían su salario en la Columna “B”, al norte; los Compañeros en la Columna “J” al sur, y los Maestros en el Santuario del Templo (cámara del Medio).

Y así se desarrolló la construcción de la obra: el techo mayor del templo fue hecho de madera de ciprés y cubierto de oro; había hermosos ornamentos y bellos querubines en las paredes. En el Sanctun Santorum, o lugar santísimo, había dos querubines cubiertos de oro; el velo de la entrada era de color azul, púrpura y carmesí, y había otra serie de magníficos ornamentos.

El arquitecto Hiram construyó diez fuentes y las basas de bronce de las columnas; en los tableros de las basas había figuras labradas de bueyes, leones y querubines. Construyó además muchos otros artefactos para uso del templo, así como las dos columnas huecas de bronce “J” y “B” (conocidas como Jakin y Boaz).

Poco antes de la conclusión de la obra, desde la región de Saba (se cree que localizada en la zona de los actuales Etiopía y Yemen), llegó en visita diplomática la reina de aquel país, famosa por su belleza e inteligencia. Era la reina Balkis de Saba, quien administraba fructíferamente su por entonces fértil reino. Ella se interesó en las obras y gran sabiduría que daban fama al rey Salomón de Israel, e intrigada por ver todo aquello, organizó su misión y preparó regalos suntuosos incluyendo oro, piedras preciosas, finas telas, selectos inciensos, finos óleos y otros costosos presentes.

Cuentan que el rey Salomón, al ver llegar a la Reina Balkis, quedó prendado de su belleza. No hay una versión oficial de cuánto tiempo la reina estuvo de huésped de Salomón: unos dicen que tres años, otros dicen que mucho menos, pero se comprometió en matrimonio con Salomón.

Desde su llegada, la reina estaba maravillada por lo que veía: tronos de marfil y oro, pisos y paredes cubiertos en oro y piedras preciosas, esculturas increíblemente bien elaboradas, hasta que insistió en saber quién era el grandioso artesano de tales obras. Salomón se resistió largamente a complacer tal petición, hasta que no pudo evadir más la respuesta, no fuese a pensar que le estaba haciendo un desaire. Así que le presentó a Hiram el constructor.

La reina, al verle, se maravilló del porte y fuerza que emanaba del rostro y la mirada de aquel maestro artesano y constructor. Y pidió a Salomón que le mostrase cómo podía dirigir a la gran cantidad de obreros que tenía bajo su cargo.

Sin decir nada, Hiram se asomó al borde de su montículo e hizo una seña dibujando una perpendicular imaginaria. Inmediatamente obtuvo la atención de toda la multitud de obreros; seguidamente hizo otra señal con su brazo derecho haciendo una escuadra con su cuerpo, haciendo que todos los obreros a lo largo y ancho de la gran obra se encaminaran y aglomeraran frente a él para recibir sus órdenes.

Aquello por supuesto impactó favorablemente a la reina Balkis, y en cuanto a Salomón, probablemente eso sentenció a Hiram a su total desprecio y máximo temor al ver el control que ejercía sobre tal cantidad de obreros. Quizá viera en él a un potencial rival para su reino y para sus aspiraciones de poseer a la reina de Saba como una de sus numerosas esposas.

Pasado aquel momento, Salomón continúa con Balkis la gira por su imponente obra; cuando llegaron a los cimientos del altar, la reina observó un tronco de árbol arrancado del terreno y arrojado al azar.

Un pájaro especial que siempre acompañaba a la reina, una abubilla llamada Hud-Hud, le hizo comprender con sus tristes gritos quejumbrosos lo que significaba aquel despojo; el depósito que cubría aquella tierra sagrada, que había sido violado por el orgullo y ambición de Salomón.

Dijo Balkis al rey: “Has levantado tu gloria sobre la tumba de tus padres y ese tronco era madera sagrada…”

 “Lo he hecho arrancar -interrumpió Salomón- para elevar aquí un altar de pórfido y madera de olivo, que haré decorar con cuatro serafines de oro”.

“Este tronco -prosiguió la reina de Saba- fue plantado por tus antepasados, por lo que uno de sus descendientes no ha podido arrancarlo sin impiedad. Por esa razón, el último príncipe de tu raza será clavado, como un criminal, a esa madera que debía ser sagrada para ti” (y justamente estaba sobre la propia tumba del primer hombre: Adán)

 

 

Hagamos aquí un inciso para recuperar la leyenda que cuenta la historia de esta madera sagrada. Esta leyenda, fundamentalmente cristiana y recogida por Santiago de la Voragine (Leyenda Aúrea), ha sido como otras muchas engalanada con detalles apócrifos, pero viene a ser así:

El arcángel Miguel entregó una ramita o tallo del árbol del conocimiento a Seth, el tercer hijo de Adán, ya que este se lo había solicitado para curar a su padre, aconsejándole plantarlo en el monte Líbano. Pero cuando Seth llegó junto a Adán, este ya había muerto, por lo que plantó el árbol en su misma tumba. El tallo creció hasta convertirse en un gran árbol que pasó desapercibido hasta que mucho tiempo después Salomón reparó en el debido a su gran tamaño. Salomón lo mandó cortar, y ordenó utilizar su madera para las vigas del techo del templo, pero luego de muchos intentos, enigmáticamente los cortes no se lograban hacer exactos de ninguna manera y al final decidieron usarla en otra pequeña obra que era un puente sobre un riachuelo en una de las vías de salida de Jerusalén. Más tarde, la Reina de Saba pasó por allí antes de irse de la ciudad, y al tocar la madera sagrada de aquel puente, tuvo una gran premonición anunciando una gran maldición para el pueblo de Israel debido a la profanación de ese árbol tan sagrado. Salomón oyó de tal profecía y, asustado, mandó a desarmar aquel puente y ocultar sus maderos en una laguna cercana, ocultando así su magno error. Tiempo después de que Salomón las hubiera enterrado, las maderas salieron flotando de ese estanque, y fueron recuperadas y utilizadas para elaborar la cruz donde moriría Jesús de Nazareth.

El estanque en cuestión sería la llamada “piscina de Bethesda”, a cuyas aguas se atribuían propiedades curativas debido a que un ángel bajaba de cuando en cuando y “agitaba sus aguas”, lo que en ese instante les otorgaba dichas propiedades milagrosas. Es, además, el lugar donde Jesús realizó la curación del paralítico (hecho relatado en Juan 5, 2-9).

Continúa la leyenda con santa Elena, la madre del emperador romano Constantino, viajando a Jerusalén para recuperar la Santa Cruz del monte Gólgota, cosa que hizo no sin grandes dificultades. Santa Elena entonces dividió la cruz en tres partes: una la envió a Constantinopla, otra quedó en Jerusalén y la otra terminaría en Roma.

 

Volvamos a la leyenda de Hiram para conocer el desenlace de su historia. Sobre el final del constructor y a partir de los datos relatados, existen dos versiones de los hechos que culminan ambas con su muerte.

Por un lado, se dice que el odio acumulado por el rey Salomón y sus celos manifiestos hacia Hiram le motivó para dar la orden de asesinarlo justo cuando la reina rompe su compromiso, y suponiendo que se iría con Hiram definitivamente. De este modo Hiram, al terminar la obra va ante Salomón para pedir autorización para retirarse a su tierra. El rey ante la idea de dejarlo salirse con la suya y llevarse a Balkis, manda a matarlo mediante tres obreros clasificados como compañeros. Estos individuos de baja calaña y ambiciosos, aprovechan para intentar obtener la Palabra Secreta (infructuosamente) antes de asesinarlo mientras se encontraba solo en el templo a la hora acostumbrada de sus oraciones.

La otra versión, más extendida, es la que cuenta que en cierta ocasión, una vez recibidos los salarios y habiéndose retirado todo el personal a descansar, tres obreros, clasificados como compañeros, observando que la construcción del Templo llegaba a su fin y manifestando desacuerdo y descontento con su salario y beneficios, intentaron obligar al Maestro Hiram Abiff a que les dijese la Palabra para acceder al grado de Maestro y el Signo de identificación de los Maestros Masones, para conseguir así los beneficios económicos y sociales de ese grado.

Estas tres personas, a quienes algunos autores identifican con los nombres de Jubelás, Jubelós y Jubelúm, sabiendo cuándo el Maestro regresaba al Templo para hacer sus oraciones e inspeccionar la obra, se colocaron vigilando las tres puertas para emboscarlo.

El primero lo sorprende cuando intenta salir por la puerta del Sur, le pide de manera insolente la Palabra de Maestro y ante la negativa, lleno de ira, le golpea con una escuadra en el cuello. Mal herido, Hiram va a la puerta de Occidente y allí es recibido de la misma manera por otro de los asaltantes y de nuevo ante la categórica negativa, éste le golpea fuertemente con una regla en el hombro izquierdo; el tercero, cuando el Maestro intenta huir mal herido por la puerta de Oriente e igualmente al no obtener más respuesta que el silencio absoluto, le “agarra furioso por los cabellos ensangrentados, le arrastra sin piedad por las gradas del Templo y le propina la herida mortal sobre la frente con un martillo”.

Los traidores, manchados de sangre una vez consumado el delito, y al ver que ninguno de ellos había logrado su objetivo, desesperados ante el fracaso resuelven retirar el cadáver para hacer desaparecer las pruebas de su delito. Temerosos del castigo que les esperaba, lo cubren inicialmente con escombros para esperar que transcurriera el día y luego en la noche llevarlo a un sitio donde no fuese encontrado.

Cubren con unas ramas de acacia el sitio, para de esa manera poder ocultarlo. A tempranas horas de la mañana, Salomón, como habitualmente hacía, va al Templo a observar el avance de la obra y se sorprende al no encontrar al Maestro Hiram, ni obtener respuesta alguna sobre su paradero. Sus sospechas lo llevan a pensar que había sido objeto de algún atentado, hecho este que se confirma cuando encuentra rastros de sangre en la puerta de Oriente, que al seguirlos le conducen hasta los escombros donde inicialmente había sido colocado el cadáver la noche del crimen. Salomón decide reunir a los Maestros y mediante un riguroso escrutinio, selecciona nueve de ellos para que inicien la búsqueda.

Se organiza la batida en diferentes direcciones: tres marcharon por la ruta del Mediodía, tres se encaminaron por el Occidente y otros tres por el Oriente, con el acuerdo de reunirse el noveno día de su salida. Un grupo se detiene al pie del Monte Líbano y cuando uno de los Maestros intenta reposar, observa que la tierra donde se ha tendido, había sido removida recientemente. Un putrefacto olor emanaba de su interior y observa una rama de acacia que intenta utilizar para sostenerse y se desprende.

Decide buscar a sus Hermanos para reunirse todos los nueve e inician entonces la exhumación; remueven la tierra y logran encontrar el cadáver de su querido y Venerado Maestro, llegando a la triste conclusión de que había sido asesinado.

Cubren de nuevo el cadáver y colocan una rama de acacia para marcar y reconocer el lugar; se dirigen hacia Jerusalén para informar a Salomón sobre el hallazgo, quien ordena el traslado inmediato del cadáver a la capital y exhorta a los maestros a encontrar sobre él la Palabra de Maestro custodiada por Hiram. Sin embargo, no habiendo sido esto posible, acordaron que el primer signo que hiciesen y la primera palabra que emitiesen al ver el cuerpo del Maestro Hiram, serían las que sustituyesen la Palabra y el Signo perdidos. Con la muerte de Hiram se pierden la Palabra y Signo que sólo el conocía.

 

Al concluir la obra del Templo reinó el júbilo, a pesar de que fue oscurecido por la muerte del querido Maestro, muy venerado entre sus obreros. Lo habían asesinado la ignorancia, la injusticia, y la tiranía. El rey Salomón al ver que tanta gente le admiraba, ordenó que sus exequias se celebraran con gran solemnidad y decoro, y fue enterrado en la logia cerca del Templo.

En esta leyenda, observamos cómo el maestro Hiram Abiff antepone sus sagrados deberes y elige morir a manos de tres miserables, quienes encarnan la ignorancia, el fanatismo y la ambición, vicios que están presentes en una sociedad cada vez más corrompida por sus desviaciones. Así pues, los valores masónicos pretenden representar las virtudes morales que deben ser la verdadera guía y consciencia del hombre.

 

 

Hasta aquí la Leyenda de Hiram: claramente podemos ver porqué fue ensalzada como fundamento alegórico de los valores y estructura de la francmasonería universal, por lo que bien podríamos considerar a Hiram el primer maestro masón declarado, y su trabajo en el Templo de Jerusalén como el punto de origen de la masonería operativa. En todo caso, y después de todo lo que hemos revisado, en cierto modo se podría también vincular a la masonería con los Antiguos Misterios. Probablemente en todas las épocas algunos masones han valorado que hay serios motivos para creer que la verdadera masonería no es sino la Ciencia del Hombre por excelencia, es decir, el conocimiento de la Tradición, por lo que este arte no diferiría esencialmente de la antigua y hermética iniciación griega o egipcia…

 

 

En lo que respecta a la simbología, un aspecto muy importante en el rito masónico, no entraremos en detalle, ya que a estas alturas gran parte de esta simbología es de dominio público y posiblemente ya tiene más de ostentoso que de real y significativo.

Sin embargo es muy conveniente decir que no hay muchos símbolos que puedan señalarse como propia y exclusivamente masónicos: incluso los emblemas más específicamente asociados a la construcción, como pueden ser la escuadra y el compás, de hecho han sido comunes a buen número de corporaciones o hermandades, sin olvidar los símbolos (o combinación de ellos) de carácter hermético evidentemente también usados en otros ámbitos, muchos de ellos provenientes de las religiones principales e incluso de círculos paganos. La Masonería se sirve de símbolos de carácter bastante diverso, al menos aparentemente, pero no es que se haya apropiado de los mismos para desviarlos de su verdadero sentido y darles uno propio; la Fraternidad los ha recibido y asumido, como otras corporaciones (ya que en sus orígenes fue una de éstas), en una época en la cual era muy distinta de lo que se ha vuelto hoy día, y ella los ha conservado; pero, desde hace mucho tiempo, parece que los “adeptos” masones no los comprenden ya en su sentido original sino que se limitan a mantenerlos “en activo”.

 

Terminaremos con algunas consideraciones más de René Guénon, extraídas de sus “Estudios sobre la francmasonería y el compañerazgo”:

 

«Todo indica, decía Joseph de Maistre, que la Francmasonería vulgar es una rama desprendida y quizás corrompida de un tronco antiguo y respetable». Y es precisamente así como debe ser considerada la cuestión: con demasiada frecuencia se comete el error de no pensar más que en la Masonería moderna, sin pensar siquiera que esta última es simplemente la resultante de una desviación. Los primeros responsables de esta desviación fueron, al parecer, los pastores protestantes Anderson y Desaguliers, que redactaron las Constituciones de la Gran Logia de Inglaterra, publicadas en 1723, y que hicieron desaparecer todos los antiguos documentos que cayeron en sus manos, para que nadie se percatara de las innovaciones que introducían, y también porque tales documentos contenían fórmulas que juzgaban muy incómodas, como la obligación de «fidelidad a Dios, a la Santa Iglesia y al Rey», señal indiscutible del origen católico de la Masonería. Esta obra de deformación fue preparada por los protestantes aprovechando los quince años que habían transcurrido entre la muerte de Christopher Wren, (prolífico arquitecto y último Gran Maestre de la Masonería antigua inglesa hasta 1702) y la fundación de la nueva Gran Logia de Inglaterra (1717). Sin embargo, dejaron subsistir el simbolismo, sin percatarse de que el mismo, para quien supiera comprenderlo, atestiguaba en su contra tan elocuentemente como los textos escritos, que además no habían podido destruir en su totalidad. He aquí, muy brevemente resumido, cuanto deberían saber quienes deseen combatir eficazmente las tendencias de la Masonería actual.

No nos corresponde examinar aquí en su conjunto la cuestión tan compleja y controvertida de la pluralidad de orígenes de la Masonería; nos limitamos a tomar en consideración lo que puede llamarse el aspecto corporativo, representado por la Masonería operativa, o sea las antiguas fraternidades de constructores. Al igual que las demás corporaciones, estas últimas poseían un simbolismo religioso, o si se prefiere, hermético-religioso, en relación con las concepciones de aquel esoterismo católico tan difundido en la Edad Media, cuyos vestigios se encuentran por doquier en los monumentos y hasta en la literatura de aquella época. A pesar de cuanto sostienen numerosos historiadores, la confluencia del hermetismo con la Masonería se remonta a mucho antes de la afiliación de Elías Ashmole a esta última (1646); por nuestra parte pensamos incluso que, durante el siglo XVII solamente se trató de reconstruir, bajo este aspecto, una tradición que en gran parte ya se había perdido. Algunos, que parecen estar bien informados de la historia de las corporaciones, llegan incluso a fijar con mucha precisión la fecha de esta pérdida de la antigua tradición, allá por el año 1459. Nos parece indiscutible que los dos aspectos operativo y especulativo han estado siempre reunidos en las corporaciones de la Edad Media, que utilizaban por lo demás ciertas expresiones muy claramente herméticas como aquella de «Gran Obra», con aplicaciones diversas pero siempre analógicamente correspondientes entre sí.

Por otra parte, si quisiéramos remontarnos verdaderamente a los orígenes, suponiendo que la cosa sea posible con las informaciones necesariamente fragmentarias de que se dispone en semejante materia, sería indudablemente necesario superar los confines de la Edad Media e incluso aquellos del Cristianismo…”

 

 

 

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