Las brujas y su mundo es un libro escrito por el doctor Julio Caro Baroja, polifacético investigador y señalado historiador, además de antropólogo y folklorista español. Esta obra es muy significativa y distinguida en la amplia bibliografía del autor, aunque no exclusivista dado el extenso trabajo en antropología y folklore preferentemente hispano que llevó a cabo, incluídas señaladas incursiones en el terreno de la magia o lo sobrenatural. El autor se autoproclamaba admirador del mundo brujeril, en gran parte por sus raíces profundamente marcadas por el folklore del País Vasco (extraordinariamente rico en ese campo), ya que pertenecía a una familia de intelectuales vascos que alternaban su residencia en la casona familiar en Vera de Bidasoa, en el extremo norte de Navarra, con Madrid, capital donde nació nuestro autor el 13 de Noviembre de 1914. Reconoce también la influencia que ejercieron en su educación los libros de la extensa biblioteca personal de su tío, el conocido escritor Pío Baroja, algunos de los cuales eran textos clásicos sumamente importantes para el estudio de la brujería y la magia no sólo española sino europea.
El autor recalca la relación íntima básica entre magia y religión, haciendo luego una distinción necesaria entre magia blanca y magia negra. Es interesante cómo explica desde el principio que desde el punto de vista histórico y antropológico, existe un nexo fundamental que se puede establecer y reconocer en la mentalidad de cualquier persona creyente en la hechicería -en su acepción más general- independiente de la época o lugar donde se sitúe a esa persona. Este nexo de unión básico y atemporal sería la percepción de los fenómenos de la Naturaleza desde un punto de vista cualitativo, es decir, la consciencia de los aspectos emocionales de dichos fenómenos y la visión de su carácter dramático, mítico, potenciado por la impresión vital y directa de esos fenómenos en la cotidianidad del ser humano. Es así como se llega a la concepción dualista de la Naturaleza, su acción positiva-creativa o negativa-destructiva, el orden y el caos, el bien y el mal y, por extensión, lo divino y lo demoníaco.
De este modo, desde tiempo inmemorial la mentalidad del hombre corriente, sobre todo cuando su vida está más expuesta a los más básicos fenómenos naturales, ha relacionado el día con la influencia del Sol, astro que por otro lado siempre ha recibido un extenso culto siendo considerado en la antigüedad una divinidad de primer orden y en cierto modo el origen de todos los sistemas religiosos, asociado con los atributos de fuerza, vigor y luz. Y como contrapartida se ha tomado a la Luna, tradicionalmente también asociada el género femenino, como dueña e influencia indiscutible en el reino de la noche; su luz es fría, indirecta, y es por ello por lo que también la noche es terreno para los muertos, las almas descarnadas. No obstante, el autor menciona expresamente el papel primordial del culto lunar del cual existen testimonios diversos y que pudo surgir en ciertas comunidades dando lugar a una jerarquía matriarcal alrededor de la cual se establecía el funcionamiento de la comunidad, que otorgaba un papel prominente a la mujer pero probablemente no variaba en la esencia del ritual y la creencia desarrollado por sus miembros, salvo quizá la introducción del culto a las diosas madres.
Esta concepción mitológico-religiosa del Sol y la Luna, que Caro Baroja considera instintiva, ya establece una distinción básica y primitiva entre el bien y el mal y se produce en la mente de personas incluso desprovistas de creencias religiosas. Y a partir de aquí se establece un cierto orden al que invariablemente terminan por ajustarse todas las religiones y creencias, de un modo u otro.
Es también importante el hecho que se señala de que algunos autores consideran el pensamiento mágico más antiguo o primitivo que el pensamiento religioso: en tal caso los procedimientos empleados por aquel que cree en la magia, destinados a obtener ciertos resultados (tanto benéficos como maléficos) serían anteriores a los procedimientos propios de las sociedades con una religión organizada y ritos adecuados. Del conjuro con el que se expresan la voluntad y el deseo, acompañado de otras operaciones instintivas, se pasa a la oración, la cual ya implica vasallaje y acatamiento a la divinidad.
Comienza el autor buscando un denominador común para la hechicería arquetípica en la magia grecorromana; ciertamente hay numerosos escritos describiendo todo tipo de conjuros y operaciones de hechicería provenientes de las civilizaciones clásicas de Grecia y Roma, hasta tal punto que parece no haber aspecto de la vida cotidiana que no se libre de una posible manipulación mágica. Es constatable también el hecho de que la figura del brujo típico ya se perfila como mujer, de cualquier edad, diestra en la elaboración de pócimas, venenos y ungüentos de todo tipo con muy diversos fines, y con poderes extraordinarios como la metamorfosis.
Son muchos (algunos sumamente importantes) los autores clásicos que dan testimonio fehaciente de estas actividades brujeriles, lo cual indica lo extendidas y arraigadas que estaban en la sociedad de la época, sobre todo las que se ejercían con fines benéficos (incluída la adivinación) y particularmente las que operaban para cambiar a voluntad las condiciones de la naturaleza: para procurar lluvias o vientos favorables, buenas cosechas, etc… Esto no significa que la hechicería con fines maléficos no fuera igualmente profusa, dando la impresión de que los propios dioses se plegaban a las voluntades más perversas tanto como a las benignas, pues era a ellos a quienes se invocaba y de donde supuestamente se obtenía el poder para ejecutar las operaciones mágicas. Sin embargo, las leyes paganas (precristianas) generalmente condenaron el uso de la magia con fines maléficos, llegando incluso a haber persecuciones oficiales contra los delitos de hechicería por parte de algunos emperadores principalmente en el Bajo Imperio romano.
Con la llegada e instauración del cristianismo, los sistemas de creencias preexistentes en Europa sufrieron una reinterpretación, y en este sentido se condenó todo lo pagano alterándolo lo suficiente para que pudiera ser visto globalmente como maligno: también en algunos casos extraordinarios, cuando por diversas circunstancias no se pudo (o no interesó) desarraigar el uso de ciertas creencias paganas, se reconvirtieron de manera que se asimilaran y asociaran a la nueva religión. Estos cambios, comprensibles si se analiza el momento histórico, trajeron como consecuencia la creación de leyes contra la práctica de la magia, algunas de las cuales ya existían de un modo explícito en la propia sociedad grecorromana, y su aplicación con la mayor severidad. Así, los antiguos dioses se vieron asimilados a los demonios y se condenaba expresamente la idolatría (culto a un ídolo) y la mayoría de los aspectos de la magia, sin en tener en cuenta en absoluto lo que pudiera haber de moral o bienintencionado en los cultos privados o públicos de griegos y romanos.
Sin embargo, estas nuevas directrices no logran erradicar de la mentalidad popular el temor a la “strix” o “striga”, término ya usado por Ovidio y otros autores para designar a una bruja maléfica y probablemente metamorfoseada (el término “strega” significa en italiano “bruja”). Y no hay duda de que en los primeros siglos del cristianismo la creencia en la magia seguía estando muy presente, incluso entre los propios doctores de la Iglesia como san Agustín, el cual relata algún caso de maleficio brujeril experimentado de primera mano y que le deja bastante perplejo y dubitativo.
Continúa el libro con un recorrido por la evolución de la hechicería a través de los pueblos germánicos, eslavos y derivados, aún dentro del primer milenio y con abundancia de documentación al respecto. No sólo no se erradican las prácticas mágicas en estas comunidades, sino que permanecen perfectamente vigentes, sobre todo las de signo maléfico que son de las que más constancia ha quedado y para las cuales hubo que promulgar nuevas y más estrictas leyes debido a su carácter dañino. Es probable que en estos pueblos se mantuvieran durante más tiempo estas prácticas debido a su más lenta asimilación de la religión cristiana. El propio Carlomagno hubo de emplearse a fondo dado que sus primeros edictos contra la hechicería y las supersticiones no consiguieron los efectos deseados, por lo que hubo de marcar penas severas para asegurar que se cumplieran.
Es en estos tiempos de apogeo de los francos, hacia el siglo VI, cuando ya se tiene constancia de personas acusadas de brujería y quemadas en la hoguera.
Julio Caro Baroja puntualiza que en estos siglos y los siguientes ya en plena Edad Media se mantiene una posición legislativa respecto a la magia y hechicería algo ambigua, debido a la coexistencia entre quienes opinaban que los hechos brujeriles eran absolutamente reales y los que consideraban que eran creaciones mentales imbuídas, eso sí, por el demonio o demonios diversos.
No era infrecuente, desde los tiempos paganos, encontrarse con reuniones de hechiceros para sus fines mágicos, pero la referencia más directa y realista al ya más cercano y conocido para nosotros sabbat se encuentra en ciertos procesos inquisitoriales en Toulouse, zona de Carcassonne en el extremo sur de Francia, poco antes de mediados del siglo XIV. Se presentan en el libro unas interesantes transcripciones de dichos procesos en las que se detallan reuniones en las que se adoraba a un ídolo en forma de macho cabrío personificando al demonio y se escenificaban maldades de todo tipo entre los asistentes y bajo la presidencia y guía del propio demonio. Estas confesiones de los implicados (implicadas en este caso) en el proceso se obtenían generalmente bajo amenazas y tortura, lo cual era costumbre en aquella época y lugar, lo que en todo caso no quita seriedad a los hechos atribuidos.
En referencia a la siempre controvertida etimología de la palabra “sabbat”, el propio autor nos indica su inclinación a considerarlo simplemente una asimilación peyotariva del término hebreo sabbat, dada la aversión que provocaba lo judío en la edad media cristiana.
Hacia el primer cuarto del siglo XIV se encuentran ya los primeros documentos oficiales inquisitoriales con procedimientos concretos jurídicos contra brujos y brujas. Existe constancia de ello por ejemplo en la “Practica Inquisitionis haereticae pravitatis” del inquisidor de Toulouse, lugar ya mencionado donde parece que no era raro encontrarse procesos de este tipo: esta frecuencia de casos favorecería que se conformara un cuerpo de doctrina legal sistemático con estos fines, aunque en el caso citado se incluía entre los reos a los cátaros y otros grupos considerados herejes por la Iglesia. En todo caso, a partir de este texto del inquisidor tolosano surgieron documentos similares en otros puntos de Europa que contribuyeron a que esta doctrina se ampliara y perfilara, como fue el “Directorium Inquisitorum” escrito por el monje dominico catalán Nicolás Eymeric hacia 1376. La difusión de estos textos culminó con la aparición de un libro que serviría de guía a casi todos los jueces de brujas durante bastante tiempo: el “Malleus maleficarum” (Martillo de las brujas).
El “Malleus maleficarum” se imprimió por vez primera en 1486, siendo reimpreso numerosas veces hasta el siglo XVI. Era un código especialmente consagrado a los delitos de brujería, y fue elaborado por dos predicadores dominicos alemanes enviados por el papa Inocencio VIII con plenos poderes para actuar de inquisidores en la zona de Alemania central lindante con Francia, debido al alarmante aumento que al parecer habían experimentado las artes brujeriles en áreas cada vez más extensas de Centroeuropa. Ya por entonces se tenía constancia de amplias persecuciones de brujas en Suiza e incluso quema de brujas y brujos en diversos puntos de Alemania; en este escenario aparecía el Malleus, un libro variopinto que comienza alertando de la existencia de una brujería demoníaca, presentando ejemplos de lo más surrealista, continúa aconsejando la manera más eficaz de levantar procedimientos (con vistas a evitar engorros innecesarios, toda acusación es válida para iniciar un proceso), terminando con la condena rápida y efectiva, incluyendo una recomendación de uso del tormento en cualquier caso.
Mientras Europa entra de lleno en el Renacimiento, se sucede la polémica entre los que defienden a capa y espada los métodos del Malleus y los que lo consideran abusivo, o simplemente un embuste, publicándose a la vez muchos textos tanto en un sentido como en el otro. Esto no impide que, paralelamente, los procesos, torturas y quemas en la hoguera se multipliquen por doquier, siendo Francia y Centroeuropa el foco de mayor actividad anti brujeril pero sin excluir ni las islas británicas ni los países nórdicos.
Después de otras consideraciones, comienza la segunda parte del libro con un repaso por la brujería en el Pais Vasco a partir del siglo XVI, por ser un ámbito más conocido por el autor y del que se dispone de gran cantidad de información al respecto.
Así, se detalla como ya a mediados del siglo XV la provincia de Guipúzcoa solicita del entonces rey de Castilla Enrique IV la intervención y la cesión de poderes a las autoridades locales para afrontar y acabar con la hechicería en la región, dando a entender que esta práctica ya se había extendido tanto que se podía considerar una auténtica plaga social. Hablamos prácticamente de la misma época en que se publicó el Malleus, y cuando aún no se había instaurado la inquisición en España (sería fundada en Castilla oficialmente unas décadas después por los Reyes Católicos, aunque sí que venía funcionando en el reino de Aragón por influencia franca, en principio porque Aragón se vio directamente involucrado en la herejía cátara). Se aportan datos concretos seleccionados de entre la profusa documentación que ha subsistido de los procesos, confesiones y consideraciones judiciales diversas.
De este modo se llega a los acontecimientos principales de la brujería en el País Vasco, ya entre los siglos XVI-XVII, y que obtuvieron gran renombre por haber dado lugar a los procesos que se conocen vulgarmente como “las brujas de Zugarramurdi”.
Caro Baroja considera estos procesos directamente enlazados con la inmediatamente anterior actuación de un juez francés, llamado Pierre De Lancre, que fue comisionado por el rey Enrique IV de ese país para actuar contra la brujería en la región vasco-francesa de Labourd, donde al parecer se empleó a fondo tal y como el mismo detalla en algunos libros que posteriormente escribió. Hay que decir que las autoridades locales de la región ya habían solicitado formalmente hacia 1609 al rey de Francia el nombramiento de jueces para reprimir la “plaga” de delitos brujeriles que asolaba la zona, a lo que el rey accedió enviando a De Lancre. En resumen, los puntos de vista mayormente absurdos e inconsistentes y la actuación exagerada de este juez, que tenía unos valores y métodos cuando menos discutibles, sacudieron el territorio labordano afectando principalmente a la población vasca tradicional del lugar obligando a muchas personas a emigrar, mientras otras sufrieron tormento y pena capital incluyendo menores de edad y hasta algún sacerdote.
Hay que decir que Caro Baroja no oculta su crítica personal a la actuación del juez De Lancre, si bien esta da lugar a ello sin duda, como lo atestiguan los diversos y contrastados datos presentados.
Paralelamente, a este lado de la frontera ocurrían sucesos similares, incluso provocando cierta ola de pánico entre la población sobre todo del norte de Navarra (lindante con el sur del Labourd), de los que se fue ocupando la justicia civil mediante condenas e incluso algunas ejecuciones. En este orden de cosas es cuando se encarga al Tribunal de Logroño a realizar una inspección en la zona, lo que significa que la Inquisición tomó cartas en el asunto a instancias de la justicia secular y a posteriori, cuando esta comenzaba a verse desbordada.
Existe abundante documentación relativa a estos sucesos, por lo que Caro Baroja se extiende presentando el caso de manera muy ordenada y objetiva, con muchos e interesantes detalles que aportan gran colorido a la narración, y algunas apreciaciones personales que, lejos de afectar el punto de vista del lector sensato, se agradecen por su ecuanimidad y buen juicio.
Una vez involucrado el tribunal de Logroño se nombra un comisionado para realizar una inspección in situ; recae el nombramiento en el inquisidor don Juan Valle Alvarado, dedicando este varios meses a su labor de investigación en Zugarramurdi y recopilando muchas denuncias, según las cuales quedaban inculpadas cerca de trescientas personas por delitos de brujería, dejando aparte a los niños. Hasta cuarenta de ellas que parecían más culpables serán apresadas y llevadas a Logroño, donde a primeros de Junio de 1610 se celebraría una consulta en la que participó el mismo inquisidor junto a otros dos jueces, un representante eclesiástico y algunos auxiliares.
La pesquisas llevadas a cabo durante el proceso condujeron al establecimiento de ciertos hechos determinantes: se llegó a constatar que existía una auténtica secta brujeril en Zugarramurdi con una jerarquía y funciones bien concretas, y se achacó a los presuntos brujos y brujas actos punibles como la metamorfosis en animales diversos, la creación de tempestades con objeto de confundir a los navíos de las costas cercanas, los maleficios contra campos y animales, maleficios contra personas, vampirismo y necrofagia sobre todo con niños además por supuesto de la reunión en aquelarres (sabbat) con las consabidas misas negras y acciones perversas de adoración al demonio. Como resultado final del proceso, se dictaron sentencias que iban desde la reconciliación de dieciocho personas que confesaron sus culpas y pidieron misericordia, la pena capital (quema en la hoguera) de otras siete personas que se resistieron y también pena capital (en efigie, simbólicamente) para otras cinco que para entonces ya habían fallecido.
De todo lo anterior destacan dos conclusiones inmediatas: que los hechos atribuidos a los acusados son los típicos estereotipos que se achacan desde siempre a todo brujo que se precie, y que el resultado del proceso no fue tan cruento como pueda parecer por la magnitud que se dio posteriormente al caso, que obviamente traspasó fronteras y cuyo eco ha llegado hasta nuestros días con fuerza amplificado sin duda por la opinión de personajes célebres que intervinieron para criticar con sorna las actuaciones, como sería el caso del dramaturgo Leandro Fernández de Moratín. Sin embargo, ni que decir tiene que las condenas no son comparables en crudeza a las coetáneas de De Lancre.
Entrando en los pormenores del proceso, diversos documentos atestiguan que no hubo unanimidad entre los tres jueces encargados: uno de ellos, Alonso de Salazar y Frías, parece ser que desde un principio venía poniendo objeciones a las actuaciones, llegando a posicionarse contra los otros dos a la vista de las condenas. A resultas del proceso, este juez fue comisionado para verificar actuaciones posteriores lo que aprovechó para continuar las pesquisas durante los siguientes años, ampliando la zona de investigación por el norte de Navarra y recabando gran cantidad de información adicional, a partir de lo cual elaboró unos textos muy significativos y que aportarían un nuevo punto de vista al tema de la brujería.
Salazar partía de la idea de que la mayoría de acusaciones y declaraciones eran producto de la imaginación. Achacaba también muchos de los testimonios a la sugestión colectiva, malicia e ignorancia de los testigos y, después una investigación metódica y prolija, su conclusión final fue que ninguno de los hechos testificados había sucedido en realidad. Consideró el proceso de Logroño como realizado con ligereza, lamentándose de no haber insistido más en sus puntos de vista durante el desarrollo de dicho proceso. Lógicamente, estas declaraciones tuvieron su contestación por parte de los jueces afectados, pero quedaron para el futuro como un respetable punto de vista muy a tener en cuenta, y que ciertamente lo sería a partir de entonces incluso por la propia inquisición española.
Sin embargo, insiste Caro Baroja en el hecho de que las autoridades civiles y los predicadores locales de la región persistieron en su actitud de considerar la brujería como algo habitual, muy pernicioso y ante lo que había que actuar enérgicamente. Evidentemente hacían caso omiso a criterios como los del inquisidor Salazar, y presionaban a la inquisición continuamente para que tomara cartas en el asunto. Pero la inquisición, sobre todo a partir de los juicios de 1610, había tomado una posición de bastante recelo ante estos casos, con lo cual respondía mayormente con evasivas a las insistentes peticiones de los poderes locales. Esto no impidió que arreciaran las protestas y escritos, más o menos pretenciosos, que seguían aportando razones para purificar de brujas maléficas los pueblos y villas. Afortunadamente, estos febriles alegatos fueron convenientemente refrenados por las autoridades inquisitoriales en última instancia lo que no impedía que se siguieran efectuando detenciones y actuaciones contra presuntos brujos y brujas por parte de los ayuntamientos.
Continúa el autor su periplo histórico, que en los siguientes años consistió en una crisis generalizada de la brujería, debido a que muchos autores de prestigio ya negaban metódicamente su existencia: no obstante, esto no impidió que hasta el siglo XVIII continuaran los procesos y las condenas, ya más espaciados pero en ocasiones muy cruentos y espectaculares. En este mismo siglo, el racionalismo combatió vivamente la creencia en brujería y otras supersticiones. Las costumbres cambian, y el tema pasa a ser algo obsoleto propio de gentes incultas o de otro tiempo pasado, en lo que (opina Caro Baroja) tiene un papel fundamental el trato desdeñoso que a partir de esta época profesan el arte y la literatura hacia la brujería.
Finalmente, después de unas consideraciones personales acerca de la brujería vasca y sus remanencias ya en el siglo XX, ampliada a algunos otros puntos de España, se mencionan a modo de colofón distintas visiones racionalistas de la brujería en general desde un punto de vista intelectual o científico, desprovisto ya de todo sentimiento o influencia emocional.
Recomendamos vivamente la lectura de esta obra a todo buscador sincero, ya que cuando menos servirá para establecer ciertas lindes muy necesarias que ayuden a la mente a discernir primeramente entre lo verdaderamente mistérico y lo enfermizamente histérico. La amenidad de la obra y lo agradablemente objetivo y desafectado en general de la visión del autor también favorecen la comprensión de este tema tan espinoso y tan antiguo casi como el hombre mismo, y ayudan a que el lector despierto pueda sacar sus propias conclusiones adecuadamente. Julio Caro Baroja, aunque escribió profusamente y sobre una gran diversidad de temas, es probablemente más conocido por este libro que nos ocupa, al menos por el gran público, lo que demuestra por un lado el interés que aún hoy en día despierta el tema y por otro la realmente escasa cantidad de obras o ensayos de este tipo y nivel en nuestro país.