La siguiente fábula se conoce como «El enigma filosófico del Cosmopolita», su autor fue Alexander Sethon, conocido con el sobrenombre del Cosmopolita, un alquimista de finales del siglo XVI.
Este texto constituye por sí mismo un tratado alquímico aunque muchas veces aparece incluido en “La nueva luz química” la única obra conocida de Sethon, que sería publicada por su discípulo Sendivogius. En este relato, el Cosmopolita describe la materia necesaria para efectuar el Magisterio y algunas operaciones del mismo, pero en lenguaje alegórico, en el argot de los adeptos alquimistas:
Sucedió una vez, que navegando desde el polo ártico hasta el polo antártico, la voluntad de Dios quiso que fuera arrojado a la orilla de un gran mar. Y, aunque tenía un completo conocimiento de los caminos y propiedades de este mar, ignoraba, no obstante, si en esas partes se podía encontrar aquel pequeño pez denominado echeneis, que tanta gente de toda condición ha venido buscando hasta nuestros días, con multitud de trabajos y penas. Pero, mientras miraba a las Melusinas que, aquí y allá, nadaban en la orilla con las Ninfas; fatigado como estaba por mis trabajos anteriores y, abatido por la variedad de mis pensamientos, me dejé llevar hacia el sueño por el suave murmullo del agua.
Y mientras dormía muy dulcemente, se me apareció en sueños una visión maravillosa: vi surgir de nuestro mar al viejo Neptuno, bajo una apariencia venerable y armado con su tridente, que, después de un amigable saludo, me condujo hasta una isla muy agradable. Esta isla estaba situada hacia el Sur y poseía en abundancia todo lo necesario para la vida y las delicias del hombre. Los tan alabados por Virgilio, no serían nada a su lado. El perímetro de la isla estaba rodeado por mirtos, cipreses y romeros. Los prados verdeantes, tapizados de diversos colores, alegraban la vista por su variedad y exhalaban un olor muy suave. Las colinas estaban repletas de viñas, olivos y cedros. Los bosques sólo eran de naranjos y limoneros. A ambos lados de los caminos públicos se había plantado una infinidad de laureles y granados, entretejidos y enlazados entre sí con un bonito artificio, ofreciendo una agradable sombra a los que pasaban. En fin, todo lo que en el mundo puede decirse o desearse, se encontraba allí.
Al tiempo que paseábamos por la isla, Neptuno me mostró dos minas de oro y de acero, ocultas bajo una roca; y me llevó hasta un prado que se hallaba no muy lejos de allí, en medio del cual se encontraba un jardín con mil árboles diversos y dignos de ser contemplados. Entre esos árboles, me mostró a siete, y cada uno de ellos poseía un nombre; entre esos siete me fijé en dos principales y más eminentes que los demás: uno de ellos daba un fruto tan claro y reluciente como el sol y las hojas eran como de oro, el fruto del otro era más blanco que la azucena, y sus hojas eran como de fina plata. Neptuno denominó a uno árbol solar y al otro, árbol lunar.
Pero, aunque en esa isla se encontrase todo lo que pudiera desearse, una cosa faltaba: sólo podía conseguirse agua con gran dificultad. Algunos se esforzaban en transportar el agua desde una fuente por medio de canales, otros, la extraían de diversas cosas; pero toda la labor era inútil, ya que en aquel lugar no podía obtenerse sino era con el uso de instrumentos, y si la obtenían, era venenosa, a menos que fuera extraída de los rayos del sol y la luna, lo cual poca gente podía lograr. Y si algunos habían sido afortunados, alcanzando el éxito, jamás pudieron extraer más de diez partes, ya que esta agua era tan admirable que sobrepasaba a la nieve en blancura. Y créeme que he visto y tocado esta agua y, al contemplarla, me he maravillado en gran manera.
Mientras que tal contemplación ocupaba todos mis sentidos y empezaba ya a fatigarme, Neptuno se desvaneció, y en su lugar apareció un hombre corpulento, en cuya frente aparecía el nombre de Saturno. Éste tomó el vaso, extrajo las diez partes de esa agua y al punto cogió un fruto del árbol solar y lo sumergió en dicha agua y vi que el fruto de este árbol se consumía y se disolvía en esta agua como el hielo en el agua caliente. Le pregunté: «Señor, veo una cosa maravillosa, esta agua casi no es nada y, no obstante, veo que el fruto de este árbol se consume en ella por medio de un calor muy dulce; ¿para qué sirve todo eso?» Graciosamente me respondió: «Hijo mío, es verdad que se trata de una cosa admirable; pero no te asombres, es necesario que sea así porque esta agua es el agua de vida, que tiene el poder de mejorar los frutos del árbol, de manera que, en lo sucesivo, no será necesario plantarlo ni injertarlo, pues, únicamente gracias a su perfume, puede convertir a los seis árboles restantes en su misma naturaleza. Además, dicha agua sirve de hembra para este fruto, al igual que el fruto le sirve de macho; pues el fruto de este árbol no puede pudrirse en otro medio que no sea esta agua. Y, por mucho que este fruto sea, por sí mismo, algo precioso y admirable si se pudre en el agua, gracias a dicha putrefacción engendra a la Salamandra que resiste al fuego y cuya sangre es más valiosa que todos los tesoros del mundo, pues tiene la facultad de volver fértiles a los seis árboles que ves, y hacerles producir unos frutos más dulces que la miel».
Y volví a preguntar: «Señor, ¿cómo se hace esto?» «Te he dicho antes, me respondió, que los frutos del árbol solar son vivos y dulces; si bien, el fruto del árbol solar, que ahora cuece en esta agua, sólo puede embriagar un único fruto, después de la cocción puede embriagar mil». Después le pregunté: «¿Se cuece a fuego vivo, durante cuánto tiempo?» Me respondió que esta agua poseía un fuego intrínseco, el cual, ayudado por un calor continuo, consumía tres partes de su cuerpo con el cuerpo del fruto, y sólo quedaba una parte tan pequeña que casi no se podía ni imaginar; pero la prudente conducta del Maestro hacía que este fruto cociera por medio de una virtud magnífica, primero por espacio de siete meses, y después, por espacio de diez; no obstante, muchas cosas aparecían siempre el quincuagésimo día después del comienzo.
Y volví a preguntar: «Señor, ¿este fruto puede cocerse en otras aguas?» Y, «¿no hay que añadirle nada más?» Me respondió: «En todo el país y en toda la isla sólo esta agua es útil, ninguna otra agua que no sea ésta puede penetrar por los poros de esta manzana; y debes saber que el árbol solar ha surgido de esta agua que se extrae de los rayos del sol y la luna por la fuerza de nuestro imán, ya que sienten gran simpatía y correspondencia; pues si se añadiera cualquier cosa ajena, sería incapaz de hacer lo que hace por sí misma. Así pues, hay que dejarla sola y añadirle únicamente esta manzana, ya que, después de la cocción, es un fruto inmortal que tiene vida y sangre, porque la sangre hace que todos los árboles estériles lleven el mismo fruto y sean de la misma naturaleza que la manzana».
De nuevo le pregunté: «Señor, ¿puede extraerse esta agua de algún otro modo?» Y, «¿se la encuentra en todas partes?» Me respondió: «Está en todas partes y nadie puede vivir sin ella; se extrae por medios admirables. Pero la mejor es la que se extrae mediante la fuerza de nuestro acero, el cual se encuentra en el vientre de Aries». Y le dije: «¿Para qué sirve?» Respondió: «Antes de su debida cocción es un poderoso veneno, pero, después de una cocción conveniente, es una soberana medicina y entonces da veintinueve granos de sangre, y cada uno de los granos te proporcionará ochocientos sesenta y cuatro del fruto del árbol solar». Le pregunté: «Y, ¿no puede mejorarse?» «Según el testimonio de la escritura filosófica, dijo él, primeramente puede exaltarse hasta diez, después hasta cien, luego hasta mil, diez mil, y así sucesivamente». Insistí: «Señor, dime si muchos conocen esta agua y si tiene un nombre propio». Profirió en voz alta: «Poca gente la ha conocido, pero todos la han visto, la ven y la quieren; no solamente tiene un nombre sino muchos y diversos. Pero su verdadero nombre propio, el que tiene, por el que se la denomina, es el agua de nuestro mar, el agua de vida que no moja las manos». Le volvía a preguntar: «¿Los que no son filósofos la usan para otras cosas?» «Cada criatura, dijo, la usa, pero de modo invisible». «¿Dentro de esta agua nace alguna cosa?», le dije. «Con ella se hace todo lo que existe en el mundo, y todo vive de ella, pero propiamente no contiene nada, sino que es algo que se mezcla con todas las cosas del mundo». Le pregunté: «¿Sin el fruto de este árbol, es útil?» Me dijo: «Sin este fruto no es útil en la obra, ya que sólo se mejora con el fruto único del árbol solar».
Y entonces comencé a rogarle: «Señor, por favor, nómbrala clara y abiertamente a fin de que no tenga ninguna duda». Pero él, levantó la voz y gritó tan fuerte que me despertó, lo que motivó que no pudiera preguntarle nada más y que no me respondiera y que no pueda decirte nada más. Conténtate con lo que te he dicho y cree que no es posible hablar con más claridad. Pues si no comprendes lo que te he declarado, jamás entenderás los libros de los demás filósofos.
Después de la súbita e inesperada partida de Saturno, me sorprendió de nuevo el sueño, y de pronto se me apareció Neptuno de forma visible. Y, mientras me felicitaba por este feliz encuentro en los jardines de las Hespérides, me mostró un espejo en el que vi toda la Naturaleza al descubierto. Después de muchos discursos por una parte y por otra, le agradecí sus bondades, pues gracias a él, no sólo estaba yo en este agradable jardín, sino que tuve el honor de platicar con Saturno, tal y como deseaba desde hacía tanto tiempo. Pero, como todavía me quedaban algunas dificultades por resolver, y las que no había podido esclarecer a causa de la inopinada marcha de Saturno, le rogué con insistencia que, en esta ocasión deseada, me librara del escrúpulo en el que estaba y le hablé de este modo: «Señor, he leído los libros de los filósofos que afirman unánimemente que cualquier generación se hace mediante el macho y la hembra; y, no obstante, en mi sueño vi que la única cosa que Saturno añadía a nuestro Mercurio era el fruto del árbol solar; considero que, como Señor del mar, conocéis bien estas cosas y os ruego que respondáis a mi pregunta». Dijo: «Cierto es, hijo mío, que cualquier generación se hace por medio del macho y la hembra; pero, a causa de la distracción y diferencia de los tres reinos de la naturaleza, un animal de cuatro patas nace de una manera y un gusano de otra. Pues, aunque los gusanos tengan ojos, vista, oído y los demás sentidos, nacen de la putrefacción y su lugar, o la tierra donde se pudren, es la hembra. Igualmente en la obra filosófica, la madre de esta cosa es tu agua, lo que tantas veces hemos repetido, y todo lo que nace de esta agua, nace a la manera de los gusanos, por putrefacción. Por eso los filósofos han creado el Fénix y la Salamandra. Ya que si se hiciera por la concepción de dos cuerpos estaría sujeto a la muerte, pero, como se revivifica a sí mismo, al ser destruido el primer cuerpo, es sustituido por otro incorruptible. Sobre todo si se tiene en cuenta que la muerte de las cosas no es más que la separación de las partes de un compuesto. Así sucede con este Fénix que se separa por sí mismo de su cuerpo corruptible».
Después también le pregunté: «Señor, ¿esta obra contiene cosas diversas o es una composición de varias cosas?» «Contiene una sola y única cosa, dijo, a la que no se le añade nada, excepto el agua filosófica que te ha sido manifestada en tu sueño, la cual tiene que ser diez veces tan pesada como el cuerpo. Y cree, hijo mío, firme y constantemente, que todo lo que en tu sueño te ha sido mostrado de modo explícito por mí y por Saturno en esta isla, según la costumbre de la región, no es en absoluto un sueño, sino la pura verdad, la cual podrá serte descubierta con la ayuda de Dios y por la experiencia, la auténtica maestra de todo». Y como quisiera preguntar e informarme de alguna otra cosa, después de haberme dicho adiós, me dejó sin respuesta, y me encontré despierto en la deseada región de Europa. Lo que te he dicho, amigo lector, tiene que serte suficiente. Adiós.
A la única Trinidad, alabanza y gloria.