LA CUESTIÓN PAPAL

 

Todos sabemos que el principal líder y cabeza visible de la Iglesia Católica es el papa, ejerciendo ese ministerio religioso en calidad, -esencialmente, de obispo de Roma y descendiente electo de una línea de sucesores que se remonta al inicio de la institución eclesiástica, al mismo apóstol san Pedro, discípulo de Jesucristo al que este eligió con el fin de establecer y liderar su iglesia (la congregación de fieles cristianos) en este mundo. Hemos admitido estos hechos como verdad indiscutible sobre todo en las regiones donde el catolicismo ha sido la religión imperante porque la Iglesia Católica ha mantenido este discurso como cierto considerándolo dogma central de su doctrina reafirmado a lo largo de los siglos por los líderes de la Iglesia, y se ha organizado en consecuencia, resultando lógicamente en una educación secular en concordancia a ello.

Las teorías que cuestionan la afirmación de que san Pedro fue el primer papa de la Iglesia Católica o dudan de la propia institución y autoridad espiritual del papado – nos referiremos a estas teorías a lo largo del artículo ocasionalmente como la “cuestión papal” para abreviar – generalmente provienen de fuera de la Iglesia Católica: se opusieron fuertemente a este dogma grupos protestantes fundamentalistas y otros grupos religiosos no católicos, así como algunos académicos e historiadores seglares antipapales. Estas teorías suelen ser parte de debates más amplios sobre la estructura de la Iglesia y la interpretación de la historia de la religión cristiana, y han arreciado sobre todo a partir del siglo XVI en el contexto de la ruptura protestante haciéndose eco en épocas posteriores como hemos dicho entre otros escritores apologistas protestantes además de algunos historiadores aparecidos sobre todo a partir del siglo XIX. Estas críticas se han basado fundamentalmente en dos argumentos: uno de carácter histórico, que afirma que las evidencias históricas del papel de san Pedro en la iglesia primitiva son muy limitadas y que la idea de que fue el primer Papa se desarrolló más tarde, a la vez que la consolidación de la autoridad papal y a lo largo del tiempo; el otro argumento, de índole religiosa, sostiene que la Biblia no proporciona una base sólida del rol de san Pedro como papa ni de la institución en sí. Podríamos añadir como tercer argumento el hecho de la impropiedad de elevar el rango de una iglesia por encima de las demás (en los primeros siglos del cristianismo había diversas iglesias, dependiendo del ámbito geográfico), algo no muy bien contemplado según la propia doctrina cristiana o las mismas palabras de Jesucristo.

También es cierto que dentro de la propia Iglesia Católica, casi desde sus mismos inicios, ha habido tradicionalmente voces discordantes que, aunque tal vez no han negado la legitimidad de la institución papal, han cuestionado en diferentes grados la autoridad del papa romano que la Iglesia Católica afirma como prácticamente omnipotente e incuestionable en materia de fe. Entre estos críticos tenemos obviamente a la iglesia ortodoxa griega, a diversos teólogos y eruditos católicos de distintas épocas, así como a sectas orientales y minorías con creencias consideradas heréticas como los cátaros y valdenses.

Entrar en el debate de la “cuestión papal”, en todo caso resultaría improductivo debido a la escasez de información fidedigna al respecto. Esta carencia de documentación impide que se puedan establecer concluyentemente los hechos históricos, ya sea por uno u otro lado (el que afirma o el que desmiente). Pero nos parece un tema válido de estudio por lo que expondremos algunos hechos interesantes en relación a la historia del papado primitivo que, aunque no nos lleven a una conclusión o verificación definitiva de su legitimidad sí nos permitan disponer de más información y por tanto más visión y comprensión de la cuestión.

 

 

El papado tal y como lo conocemos con su cabeza visible en la persona del papa y su consiguiente autoridad sobre la iglesia no se concretó hasta unos siglos después de la muerte de Jesús, y en gran medida se desarrolló en función de la política coetánea, sobre todo a partir de la legalización del cristianismo por el emperador Constantino (en el año 313) además de la declaración del cristianismo niceno como religión oficial del imperio romano por el emperador Teodosio I en el año 380 (el cristianismo niceno era el doctrinalmente derivado del importantísimo primer Concilio de Nicea del año 325). Esta declaración impulsó el proceso que llevaría al cristianismo definitivamente a su posición predominante y privilegiada en el mundo occidental y convertía al resto de confesiones religiosas en herejías prohibidas por el estado (en este caso el gran Imperio Romano). Paralelamente a estos hechos, podemos señalar de entrada algunos acontecimientos que supusieron importantes hitos en la reafirmación de la estabilidad y autoridad del papado:

-El papa Siricio (384-399) fue el primero en usar el título de “papa”.

– El papa León I (440-461), que desempeñó un papel fundamental en la definición de la autoridad papal y la afirmación de la supremacía papal en asuntos doctrinales y eclesiásticos. Su carta conocida como la «Carta Dogmática» fue fundamental en el Concilio de Calcedonia en el 451 y estableció la comprensión de la Iglesia de Roma como el centro de autoridad en cuestiones de fe.

– El papa Gregorio I (590-604), que contribuyó significativamente al desarrollo de la autoridad papal y la centralización del poder en el papado. También se le atribuye la formulación del concepto de «las llaves del reino de los cielos», que se interpreta como un símbolo inequívoco de la autoridad espiritual papal.

De este modo, ya a mediados del siglo VIII el papado establecía una alianza con los reyes de la dinastía carolingia del reino franco que se considera históricamente fundamental para el apuntalamiento definitivo del poder papal de Roma, por un lado políticamente dando pie a la creación de los Estados Pontificios y por otra parte desde el punto de vista religioso reafirmando sólidamente la autoridad espiritual del papado. Esto favoreció la completa autonomía del papado; para alcanzar este logro, habían transcurrido siete siglos de constante lucha de los papas en primer lugar por afirmar su primado frente a todas las iglesias del Imperio, y en segundo lugar para superar toda una serie de circunstancias político-sociales que fueron surgiendo a lo largo de todo ese tiempo desde la misma fundación de la iglesia romana.

Pero veamos todo con mayor detalle….

 

La defensa que hace la Iglesia Católica de la cuestión del papado se basa fundamentalmente en dos hechos:

– Ciertos indicios en el Nuevo Testamento parecen indicar que Jesús, pese a que afirmó sin lugar a duda la igualdad entre todos los apóstoles, consideraba a Simón Pedro con cierta distinción entre todos los demás, como si efectivamente tuviera una misión especial para él.  La Iglesia refuerza esto con las palabras de Jesús en Mateo 16:18-19:

“Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos.”

Curiosamente, la cita anterior no se usó como alegato a favor del papado hasta mediados del siglo III, en una ocasión en que el papa Esteban (254 – 257) intentó imponer su criterio a Cipriano, obispo de Cartago en cierta disputa doctrinal. De hecho, Cipriano replicaría a Esteban aduciendo que la autoridad del obispo de Roma estaba coordinada con la suya, pero no era superior. En cualquier caso, la cita de Pedro en los versículos de Mateo comenzó a utilizarse más a raíz de estos hechos, llegando como hemos visto a convertirse en los fundamentos de la construcción de la doctrina petrina sobre el primado pontificio.

En su primer encuentro con Pedro, Jesús le anuncia que cambiaría su nombre por Cefas, lo cual se menciona en Marcos 3:16, así como en Juan 1:42:

«Tú eres Simón, hijo de Juan; te llamarás Cefas, que significa piedra”

Cefas además es una forma helenizada de un vocablo arameo que se puede traducir por “roca”. De hecho, en griego Petro significa “piedra”. Parece ser que el mismo san Pablo siempre utilizaba el nombre Cefas para referirse a Pedro.

Y, por añadidura, Jesús parece que encomienda la dirección de su iglesia a Pedro con estas palabras relatadas en Juan 21:15-17:

(Tras la resurrección de Cristo, en un encuentro con los apóstoles…) “Cuando hubieron desayunado, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. El le dijo: Apacienta mis corderos. Volvió a decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. Le dijo la tercera vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas? y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas.”

– El otro fundamento que utiliza la iglesia católica para defender la cuestión del papado se refiere a la misma fundación de la Iglesia de Roma primitiva, afirmando que dicha fundación corresponde a los apóstoles Pedro y Pablo, además de que se cree que los restos de dichos apóstoles descansan en Roma, donde habrían sido martirizados. Esto, unido a la importancia de Roma como capital del imperio en la época del nacimiento del cristianismo razonablemente le otorgaría el status de sede central de la Iglesia.

 

Sin embargo, ninguno de los anteriores argumentos es definitivo. Las conclusiones sacadas de las citas del Nuevo Testamento como se puede ver pueden ser interpretadas de diferentes maneras; no son sentencias concluyentes, como cabría esperar en un tema de esta importancia, y no definen la creación de una institución de poder teocrático como el papado con las características que adquirió a lo largo de los siglos.

En cuanto a la relación de la iglesia de Roma con Pedro apóstol, lo cierto es que ni en el nuevo testamento, ni en los Hechos de los apóstoles ni en las Epístolas (ni siquiera en las atribuidas al propio Pedro) se le sitúa en Roma, como tampoco lo mencionan los historiadores romanos de la época clásica.

La información que ofrece el Nuevo Testamento sitúa a Pedro en diferentes lugares a lo largo del tiempo, nunca establecido en un lugar concreto; de haber recalado en Roma es improbable que lo hiciera por un largo período de tiempo, mucho menos los 25 años que a veces se ha sugerido sin ningún fundamento. Sí que está documentada la presencia de Pablo en Roma, que sufrió al menos dos años de cautiverio en la ciudad y desde donde escribió numerosas cartas.

No obstante, se han presentado como pruebas algunos indicios que en la literatura cristiana hay de la presencia de Pedro en Roma, (por ejemplo, en la primera carta de Clemente a los corintios en siglo I, o la carta a los romanos de Ignacio de Antioquia hacia el año 120). En todo caso estas muestras no permiten lograr una certeza absoluta, no establecen el hecho con rotundidad.

Otra buena parte de pruebas expuestas provienen de los “Hechos de Pedro”, un texto considerado apócrifo por la Iglesia Católica y cuyo origen se data entre finales del siglo II y el siglo IV. Debemos recurrir, entonces, a la literatura apócrifa para encontrar la mayor parte de testimonios que, en la Edad Media, fueron utilizados para afirmar la presencia de Pedro en la capital del Imperio. Esta literatura proporciona ciertos detalles de su visita a Roma y relata una serie de episodios muy conocidos de la pseudo-biografía petrina, como el caso de su capacidad para hacer milagros y sus debates en defensa de los fieles cristianos romanos frente a las enseñanzas de falsos profetas, entre los cuales destaca su discusión con Simón el Mago, a quien derrota en un episodio del cual no existe otra prueba de veracidad.

Curiosamente, estos escritos aparecen en momentos en que surgen las primeras amenazas a la fe. Son las llamadas herejías gnósticas a las que Pedro, según los apócrifos, debe enfrentarse y, para ello, viajaría desde Jerusalén a Roma para oponerse con el ya citado Simón el Mago. Los Hechos de Pedro cuentan también que predicó la fe de Cristo y que, cuando al iniciarse la persecución de los cristianos por parte del emperador Nerón abandonó la ciudad, se encontró en el camino con Cristo, a quien interpeló con la famosa frase: “A dónde vas” (Quo vadis). Al responderle éste que se dirigía a Roma para ser nuevamente objeto de crucifixión (ya que con la marcha de Pedro no habría quedado ningún pastor de los fieles de la iglesia), Pedro regresó a la ciudad y fue crucificado cabeza abajo, por voluntad propia. A continuación, un noble romano recogió sus restos y los enterró, lo que permitiría establecer que también en Roma se conservaban los restos del apóstol. La iglesia católica afirma que el martirio de Pedro y Pablo tuvieron lugar el mismo día, siendo este último decapitado.

Sin embargo, no deja de ser curioso que en ningún pasaje de esta obra se menciona el versículo de Mateo ni se alude al hecho de que Pedro tuviera una autoridad superior a la de los otros apóstoles ni que fuera obispo. Así pues, los textos no fueron utilizados para asentar la autoridad de Pedro sobre el resto de los apóstoles sino, tan sólo, para dar a conocer detalles de su supuesta estancia y del martirio que allí sufrió. Cabe subrayar, pues, que fueron estos datos recogidos por este texto apócrifo (los Hechos de Pedro) los que se utilizaron en los tiempos antiguos y medievales para consolidar la tradición del martirio romano del apóstol Pedro y sobre los que se asentó la verdad de un hecho que ya en aquellos tiempos no podía demostrarse adecuadamente. Dicha tradición parece sólidamente asentada en el siglo IV.

Tanto los escritos de dos autores, Eusebio de Cesarea y el apologista cristiano Lactancio (que dan por ciertos estos hechos) no sólo muestran el conocimiento que ambos autores tenían de las tradiciones apócrifas representadas por los Hechos de Pedro, sino que proporcionan testimonio sobre un hecho incontestable: que dichas tradiciones ya eran aceptadas sin discusión como verdaderas, no sólo en Roma, sino en todo el Imperio Romano, pues Eusebio de Cesarea escribe en Palestina y Lactancio, aunque norteafricano, pasó buena parte de su vida en Oriente ejerciendo como profesor de retórica.

Existen otras breves referencias a la presencia de Pedro en Roma o a su martirio allí, repartidas por diversos autores como Orígenes (siglos II-III), san Isidoro de Sevilla (siglo VI) o la más extensa y detallada de Jacobo de la Vorágine en su “Leyenda áurea” ya en el siglo XIII; este autor además es quien afirma la estancia de Pedro por 25 años en Roma, afirmación como hemos visto muy discutible.

Aun aceptando el hecho del martirio de Pedro en la ciudad romana, y por tanto su presencia allí, no queda confirmado por ningún texto o documento su participación en la fundación de la iglesia romana, confiriéndole los derechos derivados de primacía.

 

Lo que sí puede comprobarse y demostrarse es que, desde casi los primeros tiempos cristianos, los obispos de Roma defendían la presencia tanto de Pedro como de Pablo en la ciudad y les consagraron espacios y santuarios en los que venerar su recuerdo y preservar sus sagradas reliquias. Según parece, a finales del siglo II, existían dos memoriales a sus personas: uno vinculado a las reliquias de Pablo en el camino de la ciudad de Ostia y otro a Pedro en la colina vaticana según afirma el ya mencionado Eusebio de Cesarea citando a un eclesiástico romano llamado Gayo, lo cual, a su parecer, confirmaba la presencia de ambos apóstoles en Roma y constituía una prueba de que allí habían sufrido martirio:

“Así fue que Nerón, convertido en el primer enemigo de Dios entre todos aquellos que ostentaron este título, llevó su exaltación hasta el punto que hizo degollar a los apóstoles. Efectivamente, se dice que, bajo su gobierno, Pablo fue decapitado en Roma y que Pedro también allí fue crucificado. Y de estos hechos da fe el nombre de la iglesia de Pedro y Pablo que ha caracterizado a aquellos cementerios hasta el presente. Y todo ello también lo confirma un eclesiástico llamado Gayo, que vivió cuando Ceferino era obispo de Roma (198/199-217). Disputando por escrito con Proclo, dirigente de la secta catafriga, sobre los lugares en que están depositados los despojos sagrados de los apóstoles, dice lo siguiente: ‘Yo, en cambio, puedo mostrarte los trofeos de los apóstoles, porque si quieres ir el Vaticano o al camino de Ostia, encontrarás los trofeos de los que fundaron esta iglesia’”.

Hay que decir que, siempre según la Iglesia Católica, los restos óseos auténticos del apóstol Pedro se encuentran actualmente en la basílica de san Pedro en Roma. Estos restos fueron descubiertos a raíz de unas excavaciones realizadas en la zona a partir de 1940 con autorización del papa Pío XII resultando de ello el descubrimiento, entre otras cosas, de una tumba rodeada por inscripciones en piedra que atestiguaban que era de Pedro. Después de un lento y minucioso proceso y aunque Pio XII ya anunció en 1950 el hallazgo de los restos cuya autenticidad no pudo dilucidar, en 1968 el papa Pablo VI comunicaba oficialmente la evidencia del descubrimiento de las reliquias de Pedro.

 

 

 

 

 

 

El obispado de Roma utilizó ciertas estrategias para hacerse con el primado, el control sobre todas las iglesias, estableciendo un sistema monárquico de base teocrática totalmente nuevo, pues, en realidad la Iglesia cristiana no estaba fundada ni organizada como una institución vertical en cuya cúspide se alzara un poder supremo (no siendo el propio Jesucristo).

El cristianismo nació como doctrina carente de estructura institucional, y los discípulos de Cristo, siguiendo sus instrucciones, difundieron sus palabras por Palestina y las regiones colindantes. Allí donde iban fundaban pequeñas comunidades donde predicaban la buena nueva de Jesús y su doctrina. Estas comunidades se reunían en asambleas (es decir, iglesias) dirigidas por un colegio de ancianos (o presbíteros) en los que la mayoría de las veces había un presidente que administraba la comunidad con la ayuda de los diáconos (ministros eclesiáticos). Las distintas asambleas o iglesias se relacionaban mediante cartas de comunión e intentaban resolver los problemas que se presentaban en materia de interpretación evangélica por medio de reuniones o concilios que establecían las respuestas o soluciones por consenso universal. Normalmente, estos sínodos eran provinciales o de provincias limítrofes y sus resoluciones se enviaban para su conocimiento a las otras iglesias. Las relaciones entre las iglesias se basaban en estructuras horizontales en las que ninguna era superior a las demás, aunque es evidente que algunas de estas comunidades, bien sea por el número de sus fieles, por su antigüedad y origen fundacional, o por su situación geográfica se hicieron acreedoras de una cierta autoridad moral. Una de estas iglesias era la de Roma, que ya desde sus inicios intenta tener preponderancia sobre el resto de las iglesias con las que está en comunión. Sus primeros dirigentes (que aún no son obispos, pues, por lo que parece, la figura del obispo tal y como se concibe hoy en día, no aparece hasta el siglo II) intentan tener una influencia sobre el resto de iglesias, sobre todo cuando surgen cuestiones de interpretación doctrinal o de disciplina, intentando justificar esta autoridad como hemos dicho en el hecho de haber sido fundada por el apóstol Pedro y por Pablo. A esta doble fundación, de la cual ninguna otra Iglesia gozaba, se añadió el hecho de que acogía en su seno los restos mortales de estos dos personajes (teóricamente, por haber sido martirizados allí), lo que le confería unas características destacadas sobre el resto de iglesias. A todo ello se sumaba que la Iglesia de Roma se ubicaba en la ciudad más importante del Imperio, su primera y más augusta capital, y era la que tenía más fieles y estaba mejor organizada. Un detalle importante además es que Roma dejó de ser capital imperial a partir del gobierno de la Tetrarquía, hacia finales del siglo III, en que los emperadores occidentales trasladaron su residencia a Milán y un siglo más tarde a Rávena, lo que por otro lado dejaba bastante campo libre a la actuación papal.

La ausencia de un corpus doctrinal en las iglesias cristianas hizo que poco a poco fueran apareciendo distintas interpretaciones sobre los distintos aspectos del mensaje cristiano. Era necesario poner de acuerdo a los miembros de la comunidad en los puntos esenciales de la doctrina, y esto se hizo más importante cuando empezaron a acumularse las desviaciones. Las primeras y más importantes fueron las posiciones conocidas como “herejías de los gnósticos”, para quienes la fe únicamente era accesible a un conjunto de fieles debidamente instruidos mediante enseñanzas “secretas”. Frente a éstos, los que después serán llamados “católicos” defendieron que la fe estaba al alcance de todos y se alcanzaba exclusivamente a través del conocimiento de las Escrituras y la tradición transmitida a través de los apóstoles y de los discípulos que ellos habían designado. Como existía un amplio abanico de escritos que pretendían reproducir las verdaderas enseñanzas de Cristo, las comunidades fueron seleccionando sus propios libros, por medio de un proceso de consenso a un nivel más amplio que permitió la formación del canon del Nuevo Testamento; los textos rechazados y abandonados recibieron la calificación de “apócrifos”. Ahora bien, la verdadera fe no estaba solamente en las Escrituras, sino que también tenía importancia la interpretación que se hiciera de las mismas, la cual únicamente podía encontrarse a través de la enseñanza de obispos que fueran los continuadores directos de la obra de los apóstoles o sus discípulos, pues se sobreentendía que, por el hecho de haber conocido a Cristo, éstos no podían estar equivocados. Así empezó la tradición, en muchas iglesias, de elaborar una lista de todos los obispos partiendo del apóstol (o discípulo apostólico) que la hubiera fundado. Esta sucesión ininterrumpida de obispos era lo que garantizaba la pureza en el conocimiento de la fe y constituía la declaración pública y oficial de “ortodoxia”. De esta manera, seleccionando los libros del canon del Nuevo Testamento, buscando el origen apostólico de cada Iglesia y comprobando que el obispo titular era continuador de los fundadores se garantizaba la pureza de la fe. Resulta lógico también que, mediante estas políticas, vaya apareciendo el episcopado monárquico que sustituirá a las primeras asambleas populares y al gobierno colegiado de los presbíteros. Las relaciones entre las iglesias seguirán manteniéndose en un plano jerárquico paritario, con la excepción de Roma, Iglesia que goza de una autoridad superior por las circunstancias ya mencionadas.

Como es sabido, el emperador Constantino fue fundamental en la transición del Imperio Romano hacia una postura favorable a la iglesia cristiana, y aunque no se convirtió inmediatamente (fue bautizado ya en su lecho de muerte), mostró un activo interés en la religión y se involucró en debates teológicos. Dos hitos sobresalieron en esta época: el Edicto de Milán (313) que establecía la tolerancia religiosa y el concilio de Nicea, convocado y presidido por Constantino, que formulaba el credo de Nicea, el que establecía la doctrina fundamental de la Iglesia Católica.

Constantino se comportó siempre como un verdadero pontífice máximo y no se planteaba ninguna concesión a Roma en la cuestión de la primacía dentro de la Iglesia; él era rey y sacerdote, “obispo de los asuntos externos”, y quiso mediar en las disputas que frecuentemente surgían entre los miembros de las iglesias, tal como se desprende de sus intervenciones para zanjar las diferencias entre diversas facciones, en especial la que surgió entre católicos y arrianos y que fue bastante virulenta. 

Constantino I se sirvió del mismo instrumento que la Iglesia había utilizado en los siglos precedentes: el sínodo o concilio de obispos. Trasladó la capital del Imperio a Constantinopla, la antigua Bizancio y que luego sería capital del Imperio Oriental; este hecho tendría consecuencias en la pugna entre la iglesia de la ahora “Nueva Roma” y la de la Roma tradicional.

Efectivamente, no mucho tiempo después, el año 380, Teodosio I publicaba el Edicto de Tesalónica que convertía al cristianismo en la religión estatal y daba el golpe de gracia al paganismo y a herejías como el arrianismo, que pese al concilio de Nicea se había extendido bastante en Oriente. Sin embargo, los obispos de las iglesias occidentales (como Roma) aún eran en cierto modo ignorados, y se tomaban decisiones teológicas y disciplinarias en su ausencia. Aun así era reconocida, pues el Edicto proclamaba:

«Queremos que todos los pueblos que son gobernados por la administración de nuestra clemencia profesen la religión que el divino apóstol Pedro dio a los romanos, que hasta hoy se ha predicado como la predicó él mismo, y que es evidente que profesan el pontífice Dámaso y el obispo de Alejandría, Pedro, hombre de santidad apostólica. Esto es, según la doctrina apostólica y la doctrina evangélica creemos en la divinidad única del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo bajo el concepto de igual majestad y de la piadosa Trinidad. Ordenamos que tengan el nombre de cristianos católicos quienes sigan esta norma, mientras que los demás los juzgamos dementes y locos sobre los que pesará la infamia de la herejía. Sus lugares de reunión no recibirán el nombre de iglesias y serán objeto, primero de la venganza divina, y después serán castigados por nuestra propia iniciativa que adoptaremos siguiendo la voluntad celestial.»

En el año 382, el papa Dámaso, descontento con los cánones del concilio de Constantinopla I, convocó un sínodo en Roma que declaraba que la Iglesia romana no había sido establecida por un sínodo, sino que había sido fundada por dos apóstoles, Pedro y Pablo, un hecho que ninguna otra Iglesia podía reclamar y que, en consecuencia, su primacía no se derivaba de la simple circunstancia de ser la capital del Imperio. Así pues, frente a las resoluciones del primer sínodo constantinopolitano, Dámaso oponía la exclusiva fundación de la Iglesia romana así como el principio de la primacía petrina.

Dámaso, efectivamente, ya actuaba como verdadero legislador mediante la emisión de decretales, instrumentos de los cuales se servirán también posteriormente Siricio (384-399), Inocencio I (401-417) y Bonifacio I (418-422), comportándose como verdaderos creadores de derecho eclesiástico vinculante para toda la Iglesia, la cual hasta entonces solo tenía como fuente del derecho a los cánones conciliares. Utilizando todos estos elementos establecía la construcción jurídica de que el obispo de Roma es sucesor directo de Pedro.

Sería al papa León I (440-461) a quien correspondería la articulación del desarrollo definitivo de la idea de que el papa es sucesor y heredero de Pedro en su oficio de príncipe de los apóstoles, lo cual materializó definitivamente. Como papa, León I tomó bajo su responsabilidad el gobierno de la ciudad de Roma que había sido abandonada por el emperador y, por ello, en el año 452 fue al encuentro de Atila para evitar que avanzara con su ejército sobre la ciudad, lo cual consiguió con el consiguiente prestigio que esto supuso (el poder eclesiástico vencía al poder imperial); sin embargo, en el año 455 intentaría en vano evitar que la tribu de los vándalos saqueara la ciudad. Además, León I retomó el título pagano de “pontífice máximo” a que había renunciado el emperador. También, como imagen viviente del sucesor de Pedro fue el primer papa que expresó su deseo de ser enterrado en la basílica de san Pedro.

Pero en el año 476 los invasores germánicos acabaron con el Imperio romano de Occidente, dejando al papado de Roma en una difícil situación, pues volvía a haber serios conflictos de competencias entre el emperador (ahora en Constantinopla) y la sede romana. El emperador se inmiscuye en asuntos religiosos contra la opinión del papa y este conflicto de poder entre ambos provoca tensiones, como la que animó al papa Gelasio (492-496) a proclamar su “teoría de las dos espadas”.

La teoría de las dos espadas sostenía que existían dos autoridades supremas en la sociedad: el poder espiritual, representado por la Iglesia y el Papa, y el poder temporal, representado por los gobernantes seculares, como emperadores y reyes. Según esta teoría, el Papa poseía la «espada espiritual» que simbolizaba su autoridad en asuntos religiosos y morales, mientras que los gobernantes seculares tenían la «espada temporal» que simbolizaba su autoridad en asuntos políticos y civiles. Así, se establecía la idea de que tanto el Papa como los gobernantes seculares debían ejercer su autoridad en sus respectivos ámbitos sin interferir en los asuntos del otro. Sin embargo, esta teoría también implicaba que el Papa tenía una posición de autoridad superior, ya que el poder espiritual se consideraba superior al poder temporal.

A lo largo de los siglos venideros, irán surgiendo más crisis que se acentuarán a partir de la reconquista bizantina de la península italiana por parte de Justiniano I (527-565). Este hecho significó la caída del papado bajo el control directo del emperador (Justianiano llegó a imponer al papa Vigilio (537-555)), ante quien el primado se verá obligado a plegarse en diversos episodios, algo que cada vez resultaba más insoportable a los sucesores de Pedro en Roma.

El papado de Gregorio I Magno (590-604) supuso otro hito en el desarrollo de la sede romana: Gregorio, hombre de grandes cualidades y preparación, entendió que no era posible reclamar su primado frente al emperador de Constantinopla ni iniciar un conflicto con el Imperio y decide iniciar una política de expansión en los territorios de la Europa occidental no sujeta al poder del emperador, política que dará sus frutos un siglo más tarde. Su gobierno no fue fácil: los longobardos, pueblo germánico originario del norte de Europa, invadían la península italiana llegando hasta Roma, con lo que el papa tuvo que pactar un tributo para conseguir tregua. 

Los papas siguientes a Gregorio fueron, con escasas excepciones, marionetas del imperio con poco margen de movimiento, situación que empezó a aliviarse a partir de mediados del siglo VII, ya que los árabes empezaron a amenazar seriamente al imperio bizantino. Pero los incidentes entre el papado y el emperador cada vez eran más bruscos, en ocasiones violentos, lo que unido a las escaramuzas que volvían a tener lugar contra los longobardos en los territorios de Italia ponían a los papas en serios aprietos, a menudo buscando alianzas políticas estratégicas para poder salvaguardar una relativa independencia.

Ante esta desesperada situación, el papado necesitaba un brazo armado que le protegiera y le ayudara a mantenerse independiente de los poderes que le asediaban. Gregorio III (731-741) decide explorar otras alternativas siguiendo el camino de su predecesor Gregorio I y vuelve sus ojos al reino franco (Francia actual), único reino cristiano de Occidente que podía prestarle ayuda. Hispania había caído en manos de los árabes tras la invasión del año 711 y Gran Bretaña estaba demasiado lejos para poder prestar un apoyo duradero y efectivo. La ayuda no llegó, pero lo cierto es que en los últimos años de Gregorio III Roma no sufrió más ataques.

 

El siguiente papa, Zacarías (741-752) interviene decisivamente en el “golpe de estado” realizado en el reino franco por parte de Pipino el Breve (año 750), el primer rey de la dinastía carolingia, contra la menguada monarquía merovingia, sancionando a Pipino como rey mediante la invocación de la “autoridad apostólica” y así allanándole el camino al poder absoluto e indiscutible sobre el reino. De este modo el monarca francés quedaba en deuda con el papado pues su apoyo había sido crucial para el sometimiento de los nobles al poder real.

En contrapartida, cuando más tarde el papa Esteban II (752-757), sin otra opción posible se dirige al reino franco como último recurso para solicitar ayuda agobiado por el asedio longobardo a los territorios de Roma, consigue el compromiso del rey Pipino de restituir al papa los territorios que los longobardos le habían arrebatado (que incluían el ducado de Roma y otras regiones italianas pertenecientes anteriormente a Bizancio). La invasión consecuente de Pipino y sus tropas contra los longobardos del rey Astolfo termina con la victoria aplastante de los francos. Un tratado de paz pone fin a las guerras y restituye algunas tierras al papa, lo que da lugar al nacimiento formal de los “Estados Pontificios”.

Se puede decir que este es el punto histórico en que el papado consiguió una autonomía política real y tangible, gracias a la soberanía sobre esos territorios que entonces comprendían una franja longitudinal en el centro de la península itálica desde la región de Roma en el mar Tirreno hasta los territorios de la ciudad de Rávena en el mar Adriático, haciendo fronteras con el reino de Sicilia, la región toscana y Lombardía.

 

Los Estados Pontificios fueron un territorio inestable sujeto, como el propio papado, a las tribulaciones derivadas de los vaivenes de la situación política de los reinos europeos. Su configuración se alteró frecuentemente, estando en ocasiones su supervivencia a merced de la ayuda en última instancia de reyes europeos aliados. Ya en el siglo XIX, el movimiento por la unificación de Italia reclamó los territorios papales; en 1870, Roma era conquistada y se incorporaba a la unidad italiana, no sin la oposición del papa Pio IX que se negaba a reconocer la pérdida de los dominios pontificios pese a que Víctor Manuel II (primer rey de la Italia unificada) le mantenía protegido como gobernante del Vaticano. La ciudad de Roma se convertía en la capital de Italia.

Sería en 1929 cuando el papa Pio IX y Benito Mussolini (en calidad de primer ministro) firmaban los Pactos de Letrán, en virtud de los cuales el gobierno italiano reconocía la Ciudad del Vaticano (territorio de 44 hectáreas) bajo la jurisdicción del papado, mientras que la Iglesia reconocía a Italia como estado soberano. Mucho había llovido desde el nacimiento de la iglesia romana primitiva, pero no hay duda de que el papado se ha mantenido firme, adquiriendo mayor autoridad y potestad a medida que la doctrina cristiana se iba afianzando en la sociedad y extendiéndose por el mundo, y llegando al inmenso poder, tanto a nivel económico como social, que hoy conocemos.

 

 

 

No podemos criticar abiertamente la postura del papado a lo largo de la historia al involucrarse tan vehementemente en las cuestiones terrenales, evidentemente salvo en el caso del deseo de adquirir riqueza y bienes materiales para la comodidad personal, algo que está totalmente en contra de las mismas enseñanzas cristianas que se supone que son el fundamento de la doctrina. Si nos limitamos estrictamente al caso que nos ocupa de la “cuestión del papado”, es realmente difícil discernir si la evolución de la institución por sí misma está razonablemente justificada por encima de otras consideraciones, sobre todo por motivos de supervivencia para la consecución de un bien mayor, o ha sido en gran parte producto de la soberbia y afán de notoriedad de un determinado grupo de personas. ¿Se puede justificar el afán de poder piramidal en el nombre de una doctrina religiosa? ¿Y la distinción abismal entre los fieles, cuando el mismo Jesucristo dejó dicho a los apóstoles esto?:

“Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos. Ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo. El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.” (Mateo 23:8-12)

Tal vez no haya nada en este mundo importante y duradero que pueda librarse de atravesar caminos de espinas y sufrir ciertos condicionantes sin ser afectado por ellos. El papado no se libró de esto, como hemos visto, incluida una inusitada violencia en su mismo seno desde los tiempos primitivos del cristianismo. En aquellos tiempos, las disputas entre cristianos por motivos de acusaciones de herejía, diferencias de opinión, puntos de vista doctrinales u otros motivos podían acabar en episodios de feroz enfrentamiento (aunque no más que las guerras masivas o genocidios promovidos en nombre de la religión en épocas posteriores). Existe un episodio documentado acaecido en el siglo IV que ilustra muy descriptivamente esta violencia. Sucedió tras la muerte en el año 366 del entonces obispo de Roma, Liberio (que consta como el 36º papa de la Iglesia), que dio lugar a un enfrentamiento por la sucesión que involucró a los pretendientes al obispado Dámaso y Ursino. Los hechos que se produjeron durante el proceso de selección del nuevo obispo de Roma los conocemos sobre todo gracias a la “Gesta inter Liberium et Felicem” documento anónimo escrito probablemente en la misma época y que se da generalmente por válido por los historiadores. El texto dice así:

“…El 24 de septiembre, durante el consulado de Graciano y Dagalaiso (366), Liberio es eximido de las cosas humanas. Entonces los presbíteros y diáconos, Ursino, Amancio y Lupo, con la plebe santa que había guardado fidelidad a Liberio durante el exilio, comenzaron a reunirse en la basílica de Julio y solicitaron que el diácono Ursino fuese ordenado obispo en sustitución de Liberio. Pero los perjuros reunidos en Lucina reclaman como obispo en el puesto de Félix (nota: Félix fue un antipapa, considerado usurpador) a Dámaso. A Ursino lo consagra Pablo, obispo de Tívoli. Cuando Dámaso, que siempre había ambicionado el episcopado, se enteró de esto, reúne a sueldo a todos los cocheros de cuadrigas y a la plebe inculta y armado con bastones irrumpe en la basílica de Julio y durante tres días se entrega a una desenfrenada matanza de fieles. Siete días después, acompañado de todos los perjuros y de gladiadores que había comprado con grandes sumas de dinero, ocupó la basílica de Letrán y fue ordenado allí obispo. Sobornando al juez de la urbe, Vivencio, y al prefecto de la Annona, Juliano, logró que Ursino, varón venerable, que había sido ordenado obispo con antelación, fuese enviado al exilio junto con Amancio y Lupo. Después de esto, comenzó Dámaso a reducir con bastonazos y matanzas de todo tipo a la plebe romana que no quería entregarse. Se esfuerza también por expulsar de la Urbe a siete presbíteros que habían sido detenidos por la autoridad. Pero el pueblo fiel, saliendo al encuentro, rescató a estos presbíteros y los llevó sin demora a la basílica de Liberio.

Entonces Dámaso reúne mediante perfidias a los gladiadores, a los cocheros de cuadrigas y a los enterradores y a todo el clero con hachas, espadas y bastones y pone sitio a la basílica en la segunda hora del día 26 de octubre durante el consulado de Graciano y Dagalaiso (366) y provocó una gran batalla. Forzaba y prendía fuego a las puertas para encontrar la manera de irrumpir dentro. Por su parte, algunos de sus acompañantes, tras destruir el techo de la basílica, hacían perecer arrojándoles tejas al pueblo fiel. Después todos los damasianos irrumpieron en el interior de la basílica y mataron a 160 de la plebe, tanto hombres como mujeres, e hirieron también a muchísimos otros, muchos de los cuales murieron. Por el contrario, del partido de Dámaso no murió ninguno. Tres días después la plebe santa se reunió y comenzó a recitar contra él las palabras del Señor, diciendo: “No temáis a aquellos que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Cantaba también los Salmos diciendo: “Dieron los cadáveres de tus siervos por pasto a las aves del cielo, y la carne de tus santos a las fieras de la tierra. Derramaron como agua su sangre en los alrededores de Jerusalén, sin que hubiese quien les diera sepultura” (Salmo78). Así pues, se reunía la plebe en la basílica de Liberio y clamaba diciendo: “Cristiano emperador, no se te oculta nada. Que vengan a Roma todos los obispos; que se abra una investigación; Dámaso ha causado ya cinco guerras; fuera los homicidas de la sede de Pedro”. Así pues, el pueblo de Dios solicitaba con súplicas insistentes que se reuniesen los obispos para que mediante una justa sentencia expulsasen a éste, manchado con tanta impiedad, que era famoso porque las matronas le amaban tanto que era llamado escarbaorejas de las matronas. Así pues las voces de la plebe llegaron al emperador Valentiniano, quien conmovido en su piedad, permitió el retorno de los exiliados. Entonces Ursino, junto con los diáconos Amancio y Lupo, volvió a la Urbe el 15 de septiembre, durante el consulado de Lupicino y Jovino (367). La plebe santa salió a su encuentro con alegría. Pero Dámaso, consciente como era de tantos crímenes, agitado de grandes temores, sobornó a todo el palacio imperial para que sus acciones no llegasen a conocimiento del emperador. El emperador, desconocedor de lo que Dámaso había hecho, promulga un edicto para que, manteniéndose a Ursino en el exilio, no se produzcan en lo sucesivo nuevos enfrentamientos funestos entre el pueblo. Entonces el obispo Ursino, varón santo y sin pecado, tras consultar a la plebe, se entregó en manos de los malvados y el 16 de noviembre, por mandato del emperador, se encaminó espontáneamente al exilio. Pero el pueblo, temeroso de Dios y que no cedía a ningún tipo de persecuciones, no tuvo temor del emperador ni del juez (el prefecto de la ciudad), ni del mismo autor de los crímenes, el homicida Dámaso, y en los cementerios de los mártires celebraba reuniones sin la presencia de clérigos. Por ello, habiéndose reunido muchos fieles en Santa Inés, Dámaso irrumpió armado con sus satélites y acabó con muchos mediante una matanza devastadora. Este crudelísimo hecho desagradó mucho a los obispos de Italia. A éstos los invitó solemnemente a la fiesta de su aniversario y acudieron algunos de ellos a los que pidió con súplicas y dinero que emitiesen una condena contra el santo Ursino. Ellos respondieron: “nosotros hemos venido a un aniversario, no a condenar a una persona sin escucharla”. De este modo, su malvado proyecto no alcanzó el efecto que deseaba.”

 

Dámaso sería finalmente elegido obispo de Roma, cargo que ostentó durante dieciocho años. Algunos historiadores consideran que este relato fue escrito por algún partidario de Ursino, por lo que habría que tomar con cuidado el sesgo anti Dámaso del texto, lo que no resta importancia al crudo suceso, el cual sí parece del todo cierto al menos en el número de víctimas y la violencia del encuentro, ya que existe otra versión escrita por el historiador, pagano pero no anticristiano por tanto en principio neutral, Ammiano Marcelino:

“Su sucesor fue Vivencio, prefecto de Roma del año 365 al 367, quien previamente había sido cuestor del palacio imperial, persona íntegra y prudente, nacida en Panonia. Su administración se desarrolló de forma tranquila y pacífica, sin que faltase ningún tipo de abastecimiento. Pero también él se vio inmerso en el terror de cruentas sediciones populares provocadas por el siguiente hecho. Dámaso y Ursino, deseosos por encima de cualquier límite humano de apoderarse de la sede episcopal, se enfrentaban de manera violentísima por sus aspiraciones opuestas. Como los partidarios de uno y otro habían llegado a enfrentamientos que provocaban heridos y muertos, Vivencio, que se veía incapaz de frenar o de mitigar este proceso, se retiró a una residencia fuera de la ciudad, obligado por la violencia. En el enfrentamiento resultó vencedor Dámaso por la fuerza del partido que le apoyaba. Es un dato cierto que en la basílica de Sicinino, en donde hay una asamblea de rito cristiano, en un solo día se descubrieron 137 cadáveres de personas que habían perecido y que la plebe había estado largo tiempo enfierecida fue después calmada con dificultad. Y no niego yo, teniendo en cuenta el fasto de la vida de la Urbe, que cuantos aspiran a disfrutarlo tengan que luchar con todas sus fuerzas para alcanzar lo que deseen puesto que una vez que hayan logrado su objetivo, vivirán tan libres de preocupaciones que podrán enriquecerse gracias a las ofrendas de las matronas, podrán presentarse en público sentados en carruajes y ricamente vestidos y podrán organizar banquetes más fastuosos que los de los reyes. Pero podrían ser verdaderamente felices si, despreciando la grandeza de la Urbe con la que encubren sus vicios, vivieran imitando a algunos obispos de provincias a quienes la moderación en la comida y la bebida, la simplicidad de su vestido y sus ojos entornados mirando siempre al suelo recomiendan por su honestidad buenas costumbres, a la eterna divinidad y a sus verdaderos adoradores.”

 

Esta cruenta polémica se producía en el trasfondo de las luchas entre católicos y arrianos, pero existen otros ejemplos de violencia entre cristianos. Cabe destacar la descripción que hace Ammiano Marcelino del alto nivel material que acompañaba al cargo de obispo casi a modo de crítica; estas críticas no eran infrecuentes en el seno del cristianismo, pero no fueron muchos los altos cargos eclesiásticos que pudieron evadirse de ellas.

Terminamos con las palabras de Gregorio Nacianceno, declarado santo por la iglesia católica y la ortodoxa y también reverenciado Doctor de la Iglesia (refiriéndose al cargo de obispo):

“Ignoraba que debíamos rivalizar con los cónsules, los gobernadores y los generales famosos, que carecen de oportunidad para gastar sus ingresos, o que nuestros estómagos debían ansiar el pan de los pobres y consumir lo que ellos necesitan, en lujos, eructando frente a los altares. No sabía que debíamos cabalgar en hermosos caballos, o viajar en magníficos carruajes, precedidos por procesiones, mientras todos nos aclaman y nos abren paso como si fuéramos bestias salvajes. Lamento estas privaciones. Por lo menos han terminado. Perdonad mi error. Elegid a otro que complazca a la mayoría.”

 

 

 

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