SANTIAGO Y EL CAMINO parte II

…..viene de la parte I

Eran tiempos del rey Alfonso II de Asturias (760-842), apodado el Casto, sucesor de una estirpe de soberanos a los que despectivamente se apoda “reyes holgazanes” en algunas crónicas debido a que durante sus reinados no se combatió a los musulmanes por diversos motivos. Estos reyes fueron Aurelio, Silo, Mauregato y Bermudo (por orden cronológico), aunque Mauregato ha sido el más vilipendiado secularmente en parte debido posiblemente a que era hijo bastardo del rey Alfonso I y una esclava mora, y también y muy importante por achacársele la instauración del infame “Tributo de las cien doncellas” en cuya abolición tuvo un papel decisivo el apóstol Santiago tal y como cuenta la leyenda que relata su aparición y arenga a los cristianos del rey Ramiro en la mítica batalla de Clavijo, ganada por la intercesión del santo y que serviría de definitivo impulso a su patronazgo sobre la España cristiana.

Alfonso II, coronado brevemente y depuesto en el año 783 por el propio Mauregato (su tío carnal), recuperaría el trono en el año 791 de manos de Bermudo I y como consecuencia de la derrota de este ante los musulmanes en la batalla del río Burbia (cerca de Villafranca del Bierzo, León). Su reinado se extendió hasta el año 842, y el hecho más significativo en dicho reinado sin duda sería el descubrimiento de la tumba de Santiago.

En aquellas fechas los territorios de la antigua Gallaecia romana estaban bajo la tutela religiosa de la diócesis de Iria Flavia, la cual encabezaba el obispo Teodomiro, prelado de dicha diócesis entre los años 819 y 847. Teodomiro fue el primero que confirmó y avaló el descubrimiento de las presuntas tumbas de Santiago y sus discípulos Atanasio y Teodoro, hecho que se menciona expresamente en la “Concordia de Antealtares”, un documento de carácter administrativo que data de 1077, y en la “Historia Compostelana”, una crónica de la que luego hablaremos que recoge diversos hechos relativos a la diócesis encargada por el obispo Diego Gelmírez y fechada ya en pleno siglo XII. La figura de Teodomiro es por tanto esencial en la tradición jacobea; sin embargo, su existencia había llegado a ponerse seriamente en duda hasta que en 1955 unas excavaciones realizadas en el subsuelo de la catedral compostelana sacaron a la luz una lápida sepulcral que allí permanecía dando fe de su fallecimiento el día 20 de Octubre del año 847, dando así un gran impulso a la veracidad histórica del descubrimiento de la tumba jacobea.

Pero vamos con el núcleo de la leyenda jacobea relativo a la “revelatio”, que es como se denomina al descubrimiento de la tumba del apóstol Santiago, que se supone debió ocurrir entre los años 820 – 830.

Las tierras donde se alza actualmente la ciudad de Santiago de Compostela estaban en aquella época escasamente habitadas; entre estos pobladores había un anacoreta de nombre Peio (o Pelagio, Pelayo), el cual venía observando un hecho extraordinario repetidamente durante varios días que le dejaba asombrado. Puesto que no encontraba explicación al suceso, decidió acudir a relatarlo a la máxima autoridad cristiana de la zona, el obispo Teodomiro. Lo que contó al prelado es que durante la noche se producía una especie de lluvia de estrellas o luminarias que parecían concentrarse en un punto preciso como si señalaran específicamente ese lugar. Otros fieles apoyaron este testimonio afirmando haberlo percibido también, por lo que Teodomiro decidió acudir al lugar para conocer también aquel prodigio. Cuando vió el fenómeno con sus propios ojos se convenció de que debía ser un mensaje celestial sin ninguna duda; así que ordenó buscar en el lugar señalado hasta que se encontraron los restos de un antiguo mausoleo o edificio funerario abandonado que consistía en unas ruinas con un altar junto con una tumba (el Arca Marmórea) flanqueada por dos tumbas menores. Teodomiro, después de un oportuno período de oración y meditación, llegó a la conclusión de que se trataba de la tumba del apóstol Santiago junto a las de sus discípulos Atanasio y Teodoro.

El obispo Teodomiro consiguió que el rey Alfonso II se desplazara desde la capital del reino, Oviedo, hasta el lugar del descubrimiento; una vez allí, el rey reconoció y avaló personalmente la opinión manifestada por Teodomiro, apoyando la autenticidad de los restos humanos y concediendo la categoría de santo lugar al paraje descubierto. En una posterior visita que tuvo lugar en el año 834, y para refrendar su decisión el rey otorgó algunas tierras en derredor bajo la potestad de un grupo de religiosos que velaran en adelante por el santo lugar, además de mandar edificar dos iglesias y un monasterio (san Salvador de Antealtares, donde permanecerían los monjes custodios del sepulcro hasta que fueron relevados de esa tarea en el siglo XII por los propios religiosos catedralicios). Hasta este punto, estos hechos son relatados en la ya mencionada “Concordia de Antealtares”, que es junto con el “Chronicon Iriense” (una breve crónica del obispado de Iria fechada a finales del siglo XI) la fuente más antigua que se conoce donde se narran los pormenores del descubrimiento de las tumbas.

A partir de aquí comienza la historia conocida de la ciudad de Santiago y la ruta de peregrinación. En torno al “locus sancti iacobi” (santo lugar de Santiago), se creó un núcleo de población conocido en el período medieval como Compostella o Compostelle que se convertiría en 1095, como explicaremos con más detalle, en sede de la nueva diócesis de Santiago: el papa Urbano II ratificó este cambio de sede desde Iria Flavia reconociendo y certificando a la vez el culto a Santiago y el enterramiento de sus restos en el lugar, mediante la bula Veterum Synodalium. 

Etimológicamente, se han dado diversas interpretaciones al término Compostela, siendo hoy en día lo más aceptado el hacerlo derivar de “compositum tellus”, forma explicada por primera vez en la citada obra Chronicon Iriense donde se relaciona con “tierra bien compuesta o hermosa”. Tradicionalmente se venía aceptando, de manera más poética, que Compostela derivaba de “campus stellae” (en latín “campo de estrellas”) lo que los etimólogos ya rechazan casi unánimemente por considerarlo una creación tardía y creada a propósito para relacionar la ciudad con el motivo originario de su formación.

Entre los siglos XI-XII la urbe alcanzaba ya notables dimensiones, y era citada generalmente como “ciudad de Compostela”, lo cual con el tiempo y uso común derivaría posterior y definitivamente en Santiago de Compostela, que es como conocemos hoy en día a la capital que alberga la catedral con los restos del apóstol.  

La magnífica catedral que hoy en día conocemos tiene su origen en la primera construcción edificada por Alfonso II, a la cual siguió una iglesia románica construida en 899 por el rey Alfonso III. Esta iglesia fue arrasada (junto con la población entera) por Almanzor, comandante del ejército del califato de Córdoba, en el año 997, que prácticamente solo respetó el sepulcro del apóstol. En el año 1075 se inicia la construcción de la catedral, bajo el reinado de Alfonso IV y que se finalizaría definitivamente hacia 1211, año en que sería consagrada por el rey Alfonso IX. Aunque la estructura medieval del edificio se ha mantenido, a lo largo de los siglos ha ido variando su fisionomía con diversos retoques arquitectónicos.

 

LOS OBISPOS

Desde la “revelatio” y el nacimiento del núcleo compostelano la actividad de la diócesis, primero iriana y, como ya hemos dicho, en 1095 ya definitivamente compostelana, fue decisiva para el desarrollo y afianzamiento de la tradición jacobea. Fueron tiempos muy duros y convulsos cargados de tribulaciones para los pobladores de la región gallega en los que la influencia y determinación diocesana se demostraba tanto en la política como en el campo de batalla. Por aquellos tiempos los altos cargos eclesiásticos eran ocupados por descendientes de eminentes familias nobles, por lo que era inevitable que estuvieran muy involucrados en las luchas políticas y conspiraciones que frecuentemente surgían entre los propios cristianos y que fueron más manifiestas si cabe durante el desarrollo del efímero reino de Galicia.

Ya hemos hablado del obispo Teodomiro, cuya firme y decidida actuación sentó las bases del culto jacobeo en Compostela, incluso haciéndose enterrar a su muerte en el lugar.

Además de las habituales luchas de poder interinas y de las incursiones militares musulmanas en la zona, existía la amenaza por mar de piratas y asaltantes como los vikingos (más propiamente normandos por su procedencia), los cuales constituyeron un serio peligro desde sus primeras apariciones por la costa gallega hacia mediados del siglo IX. Dado que las naves asaltantes podían adentrarse por las rías tierra adentro buscando enclaves con un botín más suculento, este peligro se hizo pronto manifiesto en Iria Flavia, blanco muy accesible por este medio, por lo que ya Ataulfo II (obispo de la sede Iria-Compostela entre 855-876) solicitó a Roma el traslado de la sede diocesana a Compostela (algo más protegida) por razones de seguridad. El papa Nicolás I accedió, aunque a condición de que Iria mantuviera su condición de sede oficial episcopal. Este dato es importante, ya que la creciente preeminencia de Compostela provocó tensiones entre la sede hispánica y el poder papal romano, que veía cómo el santo lugar compostelano iba adquiriendo gran relevancia y comenzaba entre los fieles a rivalizar en prestigio con Roma, el indiscutible centro neurálgico cristiano.

De este modo, ya en el año 858 está documentado el primer ataque normando realmente serio que amenazó Compostela: una flota invasora de un centenar de naves vikingas se internó por la ría de Arosa con el fin de atacar la ciudad a la que llegaron a poner asedio (después de saquear Iria-Flavia), hasta que un ejército enviado por el rey asturiano Ordoño I logró derrotarlos y ahuyentarlos.

Distinto fue el caso del obispo Sisnando II (obispo entre 952 – 968), un aguerrido prelado que dedicó su mandato a fortificar algunos enclaves militares destinados a fortalecer la defensa de la costa gallega, llegando incluso a amurallar la ciudad de Compostela con el beneplácito del entonces rey Sancho I de León. Sin embargo, disensiones políticas internas provocaron el debilitamiento del reino, por lo que una nueva incursión vikinga en el año 968 encontró cierta facilidad para adentrarse de nuevo hasta Compostela, hasta que el propio Sisnando, al frente de una improvisada tropa, intentó hacerles frente en las mismas murallas de la ciudad. Desgraciadamente el obispo murió en la refriega (batalla de Fornelos, 968) y Compostela fue asaltada y saqueada. Los vikingos permanecerían en la zona durante varios años, hasta que el obispo Rudesindo (san Rosendo, obispo de Mondoñedo y nuevo administrador de la diócesis de Iria), junto con el conde Gonzalo Sánchez y sus tropas les hicieron frente cerca de la ría del Ferrol, mientras se retiraban a sus naves con el botín conseguido. Los vikingos fueron vencidos y masacrados incluído su famoso caudillo Gunderedo, y su flota destruida. Esto ocurrió en el año 970. 

A partir de entonces la amenaza vikinga sobre Compostela se fue diluyendo progresivamente (aunque no desapareció, como veremos más adelante) debido sobre todo a que dicha amenaza fue tomada muy en serio y se potenciaron las defensas y la vigilancia en toda la costa noroccidental con el objeto de disuadir a los atacantes. Estos continuaron con sus correrías, cada vez más espaciadas, hasta prácticamente mediados del siglo XI aunque Compostela se libró definitivamente de este temible peligro.

Pero no acabaron aquí las tribulaciones para la capital compostelana, que todavía habría de ver sus días más oscuros. A finales del año 985 Pedro de Mezonzo, abad del monasterio compostelano de San Pelayo de Antealtares, es nombrado obispo de Iria – Compostela. San Pedro de Mezonzo (como es conocido, ya que sería canonizado) era un hombre de personalidad más acorde al espíritu cristiano, respetado y alabado por su sabiduría, su categoría espiritual y su gran carisma. Evitó las turbulencias políticas tratando de no inmiscuirse en la cruenta disputa que los reyes Bermudo II y Ramiro III mantuvieron por el control del reino de Galicia, y de ambos monarcas obtuvo amplios favores, ocupándose en asistir al pueblo llano en la reconstrucción material y apoyo moral necesarios sobre todo después de las sanguinarias expediciones vikingas.

En esta tesitura tuvo lugar la imparable incursión del caudillo musulmán Almanzor que alcanzaría Compostela. Fue a mediados del año 997 cuando Almanzor llegó a la ciudad, que encontró desierta gracias a que el propio Pedro de Mezonzo, previendo una resistencia inútil, había mandado evacuar llevándose asimismo las reliquias que pudo salvar. Las tropas de Almanzor se emplearon a fondo en la tarea de destrucción de la ciudad, que duró ocho días nada menos, aunque milagrosamente el sepulcro del apóstol no sufrió daño. Probablemente uno de los objetivos de Almanzor al atacar Compostela era destruir un lugar simbólico de la fe cristiana, ya que Compostela venía recibiendo peregrinaciones desde años atrás, y quizá por ello decidió volver a sus tierras con las campanas y las puertas del santuario de Santiago cargadas por cautivos cristianos, accesorios que pasaron a adornar la mezquita de Córdoba. El rey Fernando III, al reconquistar Córdoba en el año 1236, se encargó de devolver campanas y puertas a su lugar de origen, o su equivalente material en lo que se entiende más bien como un gesto simbólico.

La acción hostil de Almanzor sobre Compostela, cargada obviamente de significado religioso dado el conflicto existente en aquellos tiempos entre el Islam y la Cristiandad, fue ensalzada y aborrecida o vilipendiada desde uno y otro bando, dando lugar asimismo a diversas leyendas como la que afirma que el propio Pedro de Mezonzo, despojado de sus hábitos, se encargó de salvaguardar el sepulcro apostólico interponiéndose ante Almanzor y solicitándole que lo respetara; o que Almanzor en señal de desprecio dio a beber a su caballo del agua de la pila bautismal de la iglesia santiaguesa. También se dice que Almanzor respetó el sepulcro porque moralmente y por motivos religiosos no podía violentar los restos de un apóstol de un profeta reconocido por su fe (Jesus), lo cual daría a entender que los propios árabes daban cierto crédito al enterramiento de Santiago en Compostela.

En todo caso, inmediatamente después de que Almanzor abandonara la arrasada región de Compostela, el obispo Pedro de Mezonzo con el apoyo del rey Bermudo II se dedicó a una rápida e intensa labor de restauración y reconstrucción de las villas y edificios religiosos.

Seguirían unos años de arduo trabajo en los que Compostela fue recuperándose y aumentando su aura; pese a que la inestabilidad política continuaba y el reino de Galicia no acababa de cuajar, minado este por las ambiciones de los otros reinos hispánicos y el prestigio compostelano por los recelos de las altas jerarquías católicas y siempre con la mirada puesta en las costas, todavía sensibles a la amenaza de nuevos ataques por mar.

Cresconio, obispo que ejerció su ministerio entre 1037 y 1066, tuvo un importante papel en la organización y reforzamiento militar no sólo de Compostela, donde restauró las murallas y mandó construir un foso y otras edificaciones pensando con buen criterio en la utilidad tanto defensiva como urbanística de las obras, sino de puntos defensivos críticos de la costa, como el curso del río Ulla que como ya vimos era utilizado por los atacantes para acceder hasta las inmediaciones de Compostela. De este modo consiguió expulsar a Ulf, apodado “el Gallego”, caudillo vikingo de familia noble danesa que había llegado a Galicia hacia 1028 y se había establecido en la región viviendo del saqueo y, según algunos testimonios, como mercenario de algún noble gallego que requería sus sanguinarios servicios. Pero Cresconio, además de reforzar y adiestrar tropa, también se dedicó a restaurar la disciplina eclesiástica, a purgar los malos hábitos del clero y a potenciar el desarrollo cultural y espiritual de los monasterios e iglesias. En su afán de dotar de prestigio a Compostela, insistió en considerar públicamente la Sede como apostólica (por albergar los restos del apóstol), por lo que fue excomulgado por el papa León IX en 1049 (concilio de Reims): eran los tiempos álgidos de rivalidad entre la sede romana y la compostelana, y el papado hacía lo posible por contener el despunte compostelano. Sin embargo Cresconio no fue despojado de su cargo de obispo, continuando al frente de la sede.

Su sucesor en el cargo obispal, Gudesteo, nos da un ejemplo de lo peligroso que podía llegar a ser dicho cargo en aquellos tiempos; miembro de la misma familia nobiliaria que su antecesor y decidido a continuar su política de afianzamiento de Compostela, sería asesinado en el año 1069, de noche y en sus propios aposentos. Curiosamente, el cabecilla de la conspiración fue su propio tío el conde Fruela, un noble gallego que probablemente veía peligrar sus prerrogativas en los poderes públicos del reino en detrimento de la iglesia compostelana. 

El rey García de Galicia no había podido evitar el asesinato de Gudesteo, pero parece ser que fue quien habilitó a su sucesor Diego Peláez, que ocuparía el cargo de obispo entre 1070 y 1094. Desde el punto de vista histórico, García II pudo haber establecido un reino de Galicia compacto y duradero, pero sus hermanos (con quienes había compartido la herencia de su padre Fernando I los reinos de Castilla, León y Galicia) se encargaron de desbaratar su mandato y pretensiones, quedando finalmente todo en manos de Alfonso VI. En este escenario de intrigas y ambiciones Compostela estaba frecuentemente en el punto de mira, y Diego Peláez tuvo que ser muy cuidadoso y diplomático para poder realizar su trabajo.

Primeramente corresponde a este obispo la tarea, sin duda importante y delicada debido a sus implicaciones sociales e históricas, de efectuar el cambio de rito (núcleo de la estructura ceremonial de la Iglesia) del hasta entonces habitual mozárabe al nuevo rito romano. Esta tarea fue promovida por Alfonso VI para todas las diócesis de sus territorios, y en realidad venía inducida por el papado y los reformadores para terminar con el mosaico variopinto de ritos existentes dentro de la misma Cristiandad. El obispo encaró el reto con bastante discreción y acierto, pues había gran reticencia al cambio. Se encargó también de reestructurar los cargos eclesiásticos al parecer con buen criterio, y de rematar las obras de su predecesor Cresconio, iniciando también las de la que sería la nueva catedral de Santiago de Compostela (hacia 1074-75).

Pese a que las relaciones del obispo Diego Peláez con Alfonso VI fueron durante años aparentemente cordiales y de colaboración, por motivos no bien claros (parece ser que se le acusó de traición) el rey terminaría condenando y apresando al obispo en el Concilio de Husillos (1088) donde le despojó de sus atributos del cargo y, encadenado, sería inmediatamente encarcelado, eligiéndose in situ a un sucesor para la diócesis: Pedro, por entonces abad del monasterio burgalés de san Pedro de Cardeña. El papa Urbano II, informado de los acontecimientos, tomó partido en principio por Diego Peláez declarando nulas todas las disposiciones del rey, que reafirmó su posición hasta que en 1090 la autoridad eclesiástica declaró nula la elección de Pedro (concilio de León) desposeyéndolo de la mitra compostelana, quedando la dirección de la sede vacante temporalmente. Sin embargo Diego Peláez no saldría de prisión hasta 1094, aunque no debió ver claro el panorama ya que buscó refugio en la corte aragonesa de Pedro I. Probablemente por prudencia, el papa Urbano II no abogó por devolverle la diócesis compostelana aunque no le desposeyó de su cargo de obispo. Diego Peláez jamás regresaría a Compostela, muriendo en el exilio hacia 1104.

Pero la actividad no había cesado en Compostela: en 1094 Urbano II había autorizado la elección de un nuevo obispo para Iria, y se eligió a un francés de Borgoña llamado Dalmacio, un monje cluniacense que, por encargo de Hugo de Cluny (cabeza visible por entonces de la Orden) estaba en España visitando los monasterios adscritos a su orden y que había dejado muy buena impresión en su estancia en Compostela. Eran tiempos en que la Orden de Cluny estaba en plena expansión por España, auspiciada por el papa Urbano II y favorecida por los reyes cristianos peninsulares: en el terreno político, el propio Alfonso VI había concedido cierta independencia a Galicia nombrando a otro borgoñés, el noble Raimundo, conde de Galicia al casarle con su hija Urraca en pago por su apoyo militar contra los musulmanes, con lo que el territorio gallego se convirtió en un verdadero principado feudal cohesionado gozando de cierta independencia. En este escenario, la elección de Dalmacio no sólo no extrañó sino que favoreció puntualmente a la sede compostelana: pese a su corto pontificado (poco más de un año), el nuevo obispo hizo una excelente labor, solicitando al papa formalmente favores y prerrogativas para la sede compostelana y obteniendo un logro muy significativo: a finales de 1095 el papa Urbano II, mediante la bula Veterum Synodalium, decretaba la extinción de la sede de Iria en favor de la de Compostela, que heredaba todas las propiedades de aquella y adquiría categoría e independencia como para depender sólo del Sumo Pontífice. Poco después de esta concesión Dalmacio moría dejando de nuevo la sede vacante, aunque pasando a la historia como el último obispo de Iria y el primero de Compostela, realmente todo un hito.

Después de este efímero pero fecundo prelado nos encontramos con la figura del que podría ser el mayor impulsor de la Ruta Jacobea y del prestigio global de Santiago de Compostela: Diego Gelmírez (1068-1140), una figura por derecho propio destacada en la historia de Galicia y de la España medieval, obispo de Compostela entre 1100 y 1120 y arzobispo entre 1120 y 1140.

De familia noble, su vida fue una constante progresión a base de tenacidad, diplomacia e inteligencia. Comenzó ejerciendo cargos de confianza amparado por los condes de Galicia Raimundo y Urraca, vinculándose desde muy joven a la Iglesia y en concreto a la sede apostólica de Compostela ya hacia 1095 como administrador, cargo que ocupó hasta el año 1100. Ese año sería elegido obispo de la Sede Compostelana. Se dedicó a promover la sede y su propia persona, ejerciendo no sólo como cargo religioso sino también como señor feudal en toda regla. Para ello, buscó el entendimiento con los altos poderes eclesiásticos de su época con el objetivo de engrandecer y obtener prestigio para la sede de Compostela, cosa que consiguió en gran medida como lo demuestra, por ejemplo, el logro de arzobispado conseguido para Compostela, lo que hizo que ejerciera él mismo como primer arzobispo de la historia de la sede apostólica en el período 1120-1140. No cabe duda de que consiguió dar a Compostela una dimensión, notoriedad y relevancia que prácticamente la convirtieron en el centro religioso más importante de la cristiandad junto a Roma y Jerusalén, a lo que ayudó mucho su acercamiento y continuo diálogo con el papado (era amigo del papa Calixto II, por cierto hermano carnal de Raimundo de Borgoña) y su amistad con figuras influyentes del momento, como Hugo de Cluny. Habiendo alcanzado tan gran poder eclesiástico, no se despreocupó del gobierno de sus territorios actuando con mano firme y extraordinaria iniciativa. En este sentido se ocupó de continuar las obras de la catedral de Santiago iniciadas por Diego Peláez, involucrándose personalmente de modo que durante su mandato la construcción avanzó considerablemente. También acometió diferentes proyectos arquitectónicos con el fin de mejorar la ciudad de Compostela, convertida ya gracias a la peregrinación en un importante burgo medieval con mayores necesidades urbanísticas. Potenció la ruta de peregrinación buscando una proyección más amplia fuera de las fronteras hispánicas. En el terreno militar, no se limitó a cuidar la defensa pasiva sino que trabajó para instruir tropas competentes e incluso hizo un esfuerzo inusitado por crear una fuerza naval propia con propósitos no sólo defensivos de salvaguarda de la costa gallega, sino ya decididamente ofensivos obteniendo resultados ampliamente satisfactorios.

Además de esta extraordinaria labor, Gelmírez encargó la redacción de dos obras literarias muy meritorias que hoy en día resultan un referente fundamental y un importante archivo documental no sólo de la sede compostelana y la Ruta Jacobea en el período gelmiriano sino de la historiografía medieval tanto española como europea. Una de esas obras es la “Historia Compostelana”, una crónica de su vida que narra con bastante detalle los sucesos ocurridos durante el pontificado de Gelmírez, siempre teniendo como centro de la narración a este y como cuestión de fondo el tema jacobeo, evidenciando los logros obtenidos durante dicho pontificado. La elaboración de esta obra, iniciada hacia el año 1109 y finalizada casi cuarenta años después, fue encargada a algunos canónigos compostelanos del entorno de Gelmírez.   

El otro libro es el Codex Calixtinus, seguramente el libro más importante y antiguo escrito con temática exclusivamente jacobea. Fue redactado durante las décadas centrales del siglo XII, obra de varias manos desconocidas pero con seguridad encargado por la iglesia compostelana. Este libro, cuyo manuscrito original se conserva en la catedral de Santiago, está considerado una joya cultural que trasciende el mundo jacobeo ofreciendo una excelente visión del devenir histórico medieval español y europeo.  El texto está dividido en cinco libros: el primero, el de mayor extensión, lo conforma una amplia relación de textos litúrgicos dedicados a Santiago, alguno de ellos con reveladoras aportaciones para entender la peregrinación; se incluyen sermones, misas, cantos, rezos… El segundo libro recopila los veintidós milagros atribuidos al Apóstol en distintos lugares y ocurridos supuestamente sobre todo entre los años 1100 y 1110; parece bastante evidente que este libro está dedicado a animar a los peregrinos de todos los lugares a realizar la Ruta Jacobea haciendo hincapié en el aspecto protector de Santiago. El tercer libro incluye apuntes sobre la traslatio desde Palestina a Galicia y los avatares para depositar el cuerpo del Apóstol en su sepulcro definitivo.

El cuarto libro, conocido como Historia de Turpin (más propiamente Pseudo-Turpin) o también Historia de Carlomagno y Roldán, relata la venida a España del emperador franco Carlomagno para liberar el camino a la tumba apostólica, evidentemente en tono legendario ya que este relato carece de base histórica. Elaborado posiblemente por autores anónimos franceses vinculados a la iglesia compostelana, parece inspirarse en los cantares de gesta que circulaban por Europa entonces; aporta argumentos épicos muy al gusto medieval orientados a acrecentar el prestigio a nivel europeo del Camino de Santiago. Finalmente, el quinto libro es el famoso “Liber peregrinationis”, la famosa guía del peregrino desde Francia a Santiago, una auténtica y extraordinariamente precisa guía de viajes medieval. Incluye cuatro vías desde Francia y delimita el Camino Francés a su paso por España, además de consejos para la peregrinación, descripción de etapas, localidades de paso y otros detalles del viaje.

Concluye la obra con un apéndice que ofrece una serie de composiciones musicales polifónicas en honor al Apóstol (himnos y poemas sobre todo), algún milagro más del Apóstol y otros datos justificando la elaboración del conjunto de la obra y su autenticidad.

 

continúa en la parte III…..

 

 

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