(continuación de la primera parte)
El bagaje literario legado por el sufismo a lo largo de los últimos catorce siglos es un auténtico tesoro cuyo verdadero valor y, sobre todo, influencia, seguramente no ha sido aún calibrado ni mucho menos. Muchas de las obras literarias de los maestros sufíes son clásicos universales y ejemplos inigualados en muy diversos campos. En general, el cuerpo principal de esa literatura tiene un importante componente poético y alegórico, hecho que sin duda da lugar a diversas interpretaciones del texto dependiendo del nivel de comprensión del lector. Este grado de comprensión puede ser felizmente iluminado por la intuición; por ejemplo, la aplicación a determinados textos o claves del sistema de numeración abyad (mediante el cual se asigna un valor numérico a cada letra del alfabeto árabe) da lugar a combinaciones que enriquecen la lectura de forma considerable y aportan nuevas ideas para la comprensión de determinados conceptos o claves. Este es uno de los métodos sufís para desentrañar los secretos velados por los grandes maestros tras la hermosa y extraordiariamente armónica poesía de sus obras, y es inevitable asemejarlo a la gematría de la Cábala hebrea. Ambos sistemas se pueden encuadrar en el campo de la numerología, que en su aspecto más puro se engloba en la auténtica tradición esotérica pues busca establecer una relación oculta entre los números y las fuerzas espirituales.
“Las mil y una noches” es una obra de fama mundial compuesta por una serie de relatos y cuentos cuyo núcleo original podría no ser estrictamente árabe, sino persa o incluso hindú, aunque de hecho la conocemos gracias a una recopilación árabe medieval. Se dice de esta obra que es de carácter netamente sufí, lo que se puede apreciar en el doble sentido de sus relatos y la moraleja contenida en ellos, cuyo entendimiento capacita al lector para la comprensión de conceptos morales y espirituales.
Este doble sentido y el concepto de moraleja oculta en ciertos relatos aparentemente lúdicos e incluso banales hace que una obra pueda ser interpretada a muy distintos niveles y que estimule el ánimo del lector de formas insospechadas. Es el caso de “Las sutilezas del incomparable Nasrudin”, un conjunto de relatos cortos (en torno al personaje Nasrudin) bien conocido en Oriente y arquetípicamente sufíes. Muchos de estos relatos han sido exportados a Occidente en forma de cuentos breves en ocasiones divertidos pero siempre ingeniosos y cargados de doble sentido.
“Nasrudin solía cruzar la frontera todos los días con las cestas de su asno cargadas de paja. Como admitía ser un contrabandista, los guardas de la frontera le registraban una y otra vez. Registraban su persona, la paja, sumergían ésta en agua, a veces hasta la quemaban, sin encontrar nada. Mientras, la prosperidad de Nasrudin aumentaba visiblemente.
Un día se retiró y se fue a vivir a otro país, donde en cierta ocasión se encontró con uno de los aduaneros.
-Ahora me lo puedes decir, Nasrudin – le interpeló el aduanero -. ¿Qué pasabas de contrabando, que nunca pudimos descubrir?
– Asnos – contestó Nasrudin.”
Del anterior relato trasciende el hecho de que las personas pensamos normalmente según unas pautas determinadas y no podemos adaptarnos a un punto de vista muy diferente, lo cual hace que la vida pierda gran parte de su sentido. Se podrá vivir, incluso progresar, pero jamás se llegará a comprender lo que ocurre.
La gente no sabe dónde buscar cuando desea adquirir conocimiento espiritual, por eso no es extraño que se adhiera a cualquier culto o se sumerja en toda clase de teorías, creyendo que tienen la facultad de distinguir lo verdadero de lo falso. Nasrudin enseña esto en el siguiente relato:
“En una ocasión, un vecino encontró a Nasrudin en la calle de rodillas, buscando algo.
-¿Qué has perdido, Nasrudin?
-Mi llave – repuso este.
Al cabo de unos minutos de ayudarle en la búsqueda, el vecino le preguntó:
-¿Dónde se te cayó?
-En casa.
-Entonces, ¿por qué la buscas aquí?
-Porque aquí hay más luz.”
Vayamos más adelante: uno de los más grandes alquimistas de todos los tiempos, el árabe Jabir Ibn el-Hayyam (conocido como Geber, 721-815) que además ejerció una gran influencia sobre los alquimistas y eruditos europeos, fue discípulo directo (así lo menciona en sus libros con reverencia) del Imán Jafar as-Sadiq (700-765), el cual fue un reconocido gran maestro sufí y el sexto Imán musulmán. Jafar as-Sadiq, descendiente directo por vía materna de Abu Bakr (que fue nada menos que suegro y compañero de Mahoma y primer Imán musulmán) fue un hombre extraordinario del que se dice que estaba versado en todas las ciencias tanto las formales como las esotéricas, además de ser virtuoso en extremo. De él se ha llegado a afirmar que poseía poderes que rozaban lo sobrenatural.
Esto no resulta extraño teniendo en cuenta que se ha llegado a atribuir a los antiguos maestros sufíes el poder de sanación, así como capacidades telepáticas, premonición, visiones del futuro, y en general un aura magnética indescriptible pero poderosa, casi mágica.
La psicología tradicional sufí maneja algunos conceptos que resultan ciertamente familiares a aquellos que han tenido una toma de contacto seria con el hermetismo. Se entiende por “nafs” al propio ego externo, la personalidad del ser humano, nuestra conciencia externa cargada de rasgos negativos; en sentido amplio el alma, susceptible de ser corrompida por la interacción con lo material. Por otro lado está el “ruh”, el espíritu, cuerpo sutil que es la chispa vital del ser humano y sobrevive a la muerte física aunque en diversos niveles según el grado de formación que haya alcanzado el ser en la vida terrenal. Existe también el concepto de “nasma”, que vendría a ser lo mismo que cuerpo astral, de cualidad inferior al “ruh”. La palabra “qalb” alude en principio al corazón, o su localización física, en el sentido de intuición del ser, en cierto modo voluntad o luz interior que debe ser activada y estimulada a través del aprendizaje o camino de elevación, es decir, anulando nuestro “nafs” con la idea esencial de sacrificio por amor a Dios. El objetivo último de unificación del camino sufí es “fanaa”, que significa autoaniquilación y viene a ser un concepto similar al de nirvana, un estado elevado del ser.
Existe en el camino sufí un proceso de estimulación de la percepción interna que implica diferentes grados de actuación y consiste en la activación progresiva de cinco órganos o centros de pureza (o de percepción espiritual) denominados cada uno de ellos “latifa” (en plural, “lataif”) y localizados en determinadas áreas del cuerpo. Estos “lataif” son en realidad un total de siete, y son una especie de centros sutiles de comunicación con nuestro yo superior. Los cinco primeros lataif se llaman: Corazón, Espíritu, Secreto, Misterioso y Profundamente oculto (esta denominación puede variar, no obstante). Los otros dos corresponderían a los niveles más elevados de conciencia. La activación de estos centros debe hacerse paralelamente a un desarrollo más amplio que propicie el equilibrio del ser y la aceptación consciente y coherente del conocimiento intuitivo adquirido. Aquí el papel del maestro adquiere una gran relevancia, pues es necesaria su intervención para la activación controlada de los lataif. Además, el maestro puede volcar sobre el alumno “tajalli”, que es una irradiación o energía sutil que llega al alumno como una capacitación o potencialidad que le habilita para lograr su cometido. Esto no es lo mismo que “baraka”, que es más bien bendición divina es un sentido muy amplio; aunque la “baraka” se puede asimismo transmitir, poseer en cierto grado, adquirir mediante actos determinados…es como una comunión temporal con el espíritu.
Lo anteriormente expuesto sería sólo una pequeña muestra de que el camino sufí conlleva un sendero de aprendizaje, asimilación y comprensión, luego una iniciación, perfectamente estructurado y fundamentado.
La amplia propagación del conocimiento sufí en el período medieval fue de la mano de la propia expansión del mundo musulmán. Una de las vías más importantes de entrada en Europa fue España, donde el contacto y difusión de dicho conocimiento encontró un perfecto caldo de cultivo, al que se añadió la presencia de activos centros de estudio hebreos (ver La Cábala). No cabe duda de que el espíritu sufí impregnó las culturas cristiana y judía y les dio una revitalización y un impulso indiscutibles. Sabios como Ramón Llull o Roger Bacon reconocen explícitamente esa influencia, la cual también está presente en Alberto Magno y santo Tomás de Aquino, dando una idea de la profundización e impacto que tuvo la sabiduría sufí en el orbe cristiano medieval. Lógicamente el cristianismo ortodoxo hizo lo posible por amortiguar o disolver esta influencia, pero sólo lo consiguió parcialmente ya que el nexo de la tradición sufí con el esoterismo occidental más genuino sobrevivió tal y como es posible comprobar en el esoterismo templario, el rosacrucismo y probablemente otras fraternidades como la francmasonería. En siglos posteriores los contactos occidentales con el sufismo serían más bien escasos, hasta el resurgimiento del orientalismo ya en el siglo XIX; la archiconocida teósofa H. P. Blavatsky y el autor y místico G. Gurdjieff son ejemplos relevantes aunque no relacionados (y no exentos de controversia), pues ambos manifestaron su iniciación en el camino sufí en sus viajes por Asia Central. Estas declaraciones propiciarían el resurgir del interés occidental por el sufismo, aunque la motivación pudo no ser lo más adecuada posible dado el apasionamiento por el ocultismo que imperaba en los círculos intelectuales en la Europa de esos tiempos. Esto y la presión del catolicismo en general provocó una disociación entre sufismo e islamismo que en nada favorecía una apropiada comprensión de la doctrina.
Ya en pleno siglo XX tenemos el caso de René Guenon: aunque no prodigó en sus escritos demasiadas alusiones al sufismo, parece fuera de duda que lo conoció de primera mano. En cualquier caso, sus opiniones son dignas de ser tenidas en cuenta, tanto en su faceta de erudito orientalista como en la de musulmán practicante:
“Los occidentales han forjado el término ‘sufismo’ para designar especialmente el esoterismo islámico (cuando es que tasawwuf puede aplicarse a toda doctrina esotérica e iniciática, en cualquier forma tradicional a que la misma pertenezca); pero este término, además de que no es más que una denominación enteramente convencional, presenta un inconveniente bastante enojoso: es que su determinación evoca así inevitablemente la idea de una doctrina propia a una escuela particular, cuando es que nada hay de tal en realidad, y cuando es que las escuelas no son aquí más que turuq (tariqa), es decir, en suma, métodos diversos, sin que pueda haber ahí en el fondo ninguna diferencia doctrinal, ya que ‘la doctrina de la Unidad es única’. Por lo que es de la desviación de estas designaciones, las mismas que vienen evidentemente del término sufi; pero, al respecto de este hay lugar primeramente a decir esto: es que nadie puede decirse jamás sufi si ello no es por pura ignorancia, ya que prueba por ahí mismo que no lo es realmente, siendo esta cualidad necesariamente un secreto entre el verdadero sufi y Allah; uno puede solamente decirse mutasawwuf, término que se aplica a quien quiera que entra en la vía iniciática, y ello, a cualquier grado que haya llegado, pero el sufi, en el verdadero sentido de esta palabra, es solamente aquel que ha alcanzado el grado supremo.” (“Apreciaciones sobre esoterismo islámico y Taoísmo”, R. Guenon)
Los grandes maestros sufíes, así como muchos de sus discípulos directos, dejaron una ingente cantidad de obra escrita que abarca prácticamente todos los campos del saber humano: matemáticas, astronomía, jurisprudencia, mística y religión, química (y alquimia), poesía, medicina…siendo probablemente el período más fecundo la Edad Media, ya que de esa época datan muchas obras consideradas clásicos universales en su género. Esta literatura está bastante difundida y es bien apreciada en Oriente (y no sólo en países del orbe musulmán), sin embargo buena parte de ella es todavía desconocida o no suficientemente valorada en Occidente. Mencionaremos algunos de los sufíes más conocidos y sus obras:
-Saadi de Shiraz (1213-1291) nacido en Shiraz (Irán), fue un derviche errante, educado en Bagdad. Sus viajes le llevaron desde Egipto a Asia Central. Su obra, impregnada de un gran misticismo y bondad está escrita en términos elegantes, y en ella hace especial hincapié en el respeto a la moral, al deber y al cultivo de la virtud y a la ética, con el trasfondo de un marcado y sentido carácter social. Sus obras principales son dos poemas: el Bostán (Jardín de las frutas) escrito en verso, contiene reflexiones acerca de la moral y religión musulmanas con alusiones a la conducta del derviche. El Gulistán (Jardín de las rosas) está escrito en prosa y en un tono más informal, contando historias y reflexiones personales. A Saadi se le considera uno de los más grandes exponentes de la literatura persa (incluso en Irán tiene dedicado un Día Nacional, el 21 de abril). Hay que mencionar que unos versos extraídos del Gulestán figuran en una inscripción en el hall del edificio principal de la ONU en Nueva York:
“Los hijos de Adán asemejan a los miembros de un solo cuerpo.
Todos ellos comparten la misma esencia en la creación.
Cuando uno de los miembros siente dolor los otros miembros no encuentran descanso.
¡Oh tú que no sientes el sufrimiento de la humanidad,
no mereces que te llamen ser humano!»
-Farid al din Attar fue un célebre poeta y místico musulmán persa que nació hacia 1145. Natural de Nishapur, Jorasán, al noreste del actual Irán, fue un gran viajero y desarrolló la actividad de farmaceútico, heredada de su padre. Es autor de una extensa obra de carácter místico en la que trata profusamente el tema del camino a la perfección y la purificación del alma. Su obra más emblemática es posiblemente el “Parlamento de los pájaros”, un relato alegórico acerca del camino sufí. Su influencia fue reconocida por su continuador literario y celebérrimo Yalal ad Din Rumi, el cual le conoció en vida y que llegaría a decir de él:
“Attar atravesó las siete ciudades del amor, y nosotros sólo hemos llegado a una de sus calles.”
Murió durante la invasión mongola en Nishapur en el año 1221, a una edad muy avanzada. Su obra ha sido muy estudiada y valorada, habiendo ejercido una influencia inestimable en la literatura persa y musulmana.
– Yalal ad Din Rumi (1207-1273) fue un extraordinario poeta místico y gran erudito persa nacido el Balj, una pequeña ciudad al norte del actual Afganistán. Sus discípulos fundaron en su honor la Orden de los derviches danzantes, famosa hasta hoy día por la peculiar danza de sus miembros, que giran sobre sí mismos al son de flautas y tambores.
Rumi fue admirado ya en vida, y sus obras adquirieron rápida difusión, siendo uno de los autores sufíes más influyentes en Occidente, donde hay opiniones que le consideran el más grande poeta místico de la historia de la Humanidad. Su obra es eminentemente mística y espiritual, destacando el libro Mathnawi-i-Manawi. Estructurada en seis volúmenes de poesía arrebatadora de gran impacto, esta obra es universalmente admirada, e incluso ha llegado a ser descrita como “el Corán persa”. El “Fihi ma fihi” (En él lo que está en él), es una colección de sentencias y enseñanzas usado como libro de texto por los sufíes. Describe el camino sufí y desgrana además el proceso de perfeccionamiento inherente. Y su tercer gran obra sería “El diván de Shams de Tabriz”, nombrada así en honor de un gran amigo de Rumi, el derviche Shams, y que consta de unos cuarenta mil versos y es también representativo y descriptivo del camino sufí.
“Examiné la cruz y a los cristianos, de principio a fin. El no estaba en la cruz. Fui al templo hindú, a la pagoda antigua. En ninguno de ellos encontré algún signo. Fui hasta las cumbres de Herat y Kandahar. Miré a mi alrededor: El no estaba en las cumbres ni en el valle. Resueltamente, fui hasta la cima de la montaña de Kaf. Sólo encontré el nido del pájaro de Anqa. Fui a la Kaaba. Tampoco estaba allí. Pregunté su paradero a Ibn Sina: estaba más allá de los límites del filósofo…Miré en mi propio corazón. Y en este lugar le ví. No estaba en ningún otro lugar…”
Rumi falleció en Konya (Turquía), lugar que se convirtió en destino de peregrinación islámico y centro espiritual hasta la actualidad.
-Ibn Arabi (1165- 1240), nació en Murcia y estudió en su juventud en el sur de la península ibérica (Lisboa, Sevilla, Córdoba…), aunque luego comenzaría un periplo viajero que le llevaría por todo el norte de Africa hasta Damasco, donde finalmente se estableció y acabó sus días (su tumba es centro de peregrinación). Fue un auténtico sabio de extraordinaria capacidad intelectual, y uno de los maestros sufíes que más reconocimiento ha obtenido tanto en Oriente como en Occidente.
Su obra, de carácter fundamentalmente religioso y metafísico, es muy extensa, habiéndose catalogado más de 200 libros suyos. Esta obra está completamente impregnada de conocimiento sufí, y por ello se ha considerado a Ibn Arabi como uno de los mayores maestros metafísicos de todos los tiempos.
“No hay más conocimiento que el tomado de Dios, ya que solo Él es el Omnisciente…. los profetas, a pesar de su gran número y de los largos períodos de tiempo que los separan, no tenían ningún desacuerdo en el conocimiento de Dios, ya que lo tomaron de Dios.” (Las iluminaciones de La Meca)
En los últimos tiempos los escritos de Ibn Arabi están conociendo una gran revitalización y difusión, debido en gran parte a la atemporalidad de sus reflexiones y a la claridad espiritual de su mensaje.
-Al-Ghazali (Ghazaleh, Irán,1058 ,Tus, Irán, 1111). Teólogo y jurista de primer orden, se labró una gran reputación como maestro del escolasticismo islámico, llegando a ser considerado a temprana edad toda una Autoridad del Islam, hasta que hacia la mitad de su vida sufrió una crisis de escepticismo que le llevó a tomar el camino sufí viajando como asceta errante. Después regresaría, y el resto de su obra estuvo imbuída del conocimiento sufí. Uno de los hitos de su doctrina fue la crítica que hizo de la filosofía racionalista que por entonces imperaba en el mundo musulmán. Manifestó que la razón no era suficiente para conocer las verdades más elevadas puesto que se requería una intuición especial, sólo poseída por el hombre perfeccionado, reivindicando la importancia de la filosofía metafísica sufí la cual lograría cohesionar con la religión dando una nueva y más amplia dimensión al islamismo. Mantenía que el sufismo era la enseñanza interna de todas las religiones, y no era reacio a explicar y sostener sus argumentos con citas de otros libros sagrados o incluso entrando a polemizar en la doctrina de otras religiones. Creó no poca controversia con sus manifestaciones; su libro “Renacimiento de las ciencias religiosas” contenía afirmaciones como ésta:
“La cuestión del conocimiento divino es tan profunda que en realidad sólo la conocen aquellos que la poseen. Un niño no tiene verdadero conocimiento de los logros de un adulto. Un adulto corriente no puede comprender los logros de un erudito. Del mismo modo, un erudito no puede comprender las experiencias de los santos o sufíes iluminados.”
Y en su “Alquimia de la felicidad”:
“El oro alquímico es mejor que el oro, pero los verdaderos alquimistas son raros, así como los verdaderos sufíes. Aquel que posee un atisbo de sufismo no es superior a un hombre culto.”
“La destrucción de los filósofos”, “Alquimia de la felicidad” , “Nicho de las luces” son algunas de sus obras más célebres, entre otros más de cien títulos reconocidos.