TRADICION

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En cualquier lectura relacionada con el esoterismo no es raro encontrar referencias más o menos veladas a los términos “Gran Tradición“ o “Tradición Antigua”, así como a una “filosofía perenne o tradicionalista” asociada a ellas. En principio y en ese contexto dichos términos parecen aludir a una corriente global de pensamiento que podríamos llamar «Tradición» sin más y en la que reside un conocimiento espiritual certero, infalible y atemporal, destinado a procurar al ser humano la comprensión de la divinidad, de lo esencial. Encontramos también ciertas definiciones y alusiones de autores de diferentes épocas y lugares, coherentes entre sí, que nos señalan que la fuente primigenia de dicha tradición emanaría desde el principio de los tiempos y habría permanecido cualitativamente inalterada a lo largo de milenios, recogida y transmitida por grupos selectos de personas inequívocamente capacitadas para ello. Evidentemente no se trataría de un conocimiento accesible por los medios habituales, sino sólo comprensible desde el particular status evolutivo de cada ser -objetivamente hablando- y en relación a un punto central absoluto. Estaríamos ante un tipo de sabiduría inefable, inalterable y atemporal, cualidades que sólo pueden describir a la verdad absoluta, pero acaso susceptible de ser aprehendida por nosotros en este mundo material en especiales circunstancias. La palabra “tradición” proviene del vocablo latín “traditio”, y este a su vez de “tradere” que significa “entregar”. Es el sentido de Tradición, el hecho de entregar el testigo de ese conocimiento conformando una cadena de transmisión a lo largo del tiempo.

En el siglo XX dos autores ahondaron en el significado de Tradición y lo ubicaron y relacionaron con los tiempos modernos en base al evolucionismo espiritual y cultural, desarrollando interesantes puntos de vista y a la vez definiendo y explicando en lo posible el propio concepto. Estos autores fueron René Guenon y Julius Evola. En cuanto al filósofo francés, el estudio de la Tradición supone una directriz en toda su obra y, por consiguiente, en su pensamiento, y en dicha obra deja patente el trasfondo esotérico tradicionalista definiéndolo prácticamente en el término “filosofía perenne”. Evola, a su vez, habiendo sido un estudioso esoterista profundo y notable se refirió en su obra a la Tradición en ocasiones desde un ángulo más amplio y antropólogico que Guenon probablemente por su mayor implicación personal sociopolítica, pero también estableciendo este concepto como una constante de su obra y otorgándole suficiente relevancia.

Algunos escritos de los anteriores autores arrojan suficiente luz sobre el concepto de Tradición como para considerarlo muy seriamente y tratar de llegar a una comprensión y entendimiento relativos que según pasa el tiempo, y tal y como ellos mismos advierten, cada vez está más profundamente enterrado en nuestra psique. En todo caso parece bastante procedente hacer una revisión, principalmente a través de los planteamientos de estos pensadores, dado que son perfectamente aplicables y válidos para los tiempos que nos ha tocado vivir.

Antes de nada hay que puntualizar que en términos generales podría argumentarse que en todas las épocas se han producido situaciones en que la mentalidad o espíritu tradicionalista ha tenido como contrapartida actitudes digamos progresistas o modernistas, chispazos en apariencia necesarios de revolución ideológica provocados básicamente por la propia evolución de la humanidad y el desarrollo subsiguiente de las civilizaciones. Pero este avance inapelable, al menos en la forma en que se ha desarrollado históricamente y hasta el punto en que nosotros lo conocemos, se puede percibir como un movimiento de progresión constante de un modernismo creciente (acompañado ciertamente por el desarrollo tecnológico y científico) en detrimento siempre de ese tradicionalismo dominante y afianzado en un pasado remoto que parece haberse ido difuminando y retrocediendo al estado de puro idealismo en que prácticamente se encuentra hoy en día. Es decir, que no se trata de que el Tradicionalismo provoque por si mismo una reacción natural y puntual de su opuesto, sino que este opuesto, que podríamos denominar materialismo básicamente, ha ido evolucionando tanto en el plano mental como físico y conformando la sociedad tal y como la vamos percibiendo en la realidad mundana, impulsado por el falso sentido de la necesidad imperiosa de prosperidad material, creando paralelamente la idea o concepto de un espiritualismo adaptable a los tiempos, un auténtico ídolo de barro sin fundamento pero capaz de satisfacer temporalmente los sentidos y ofuscar la percepción de la auténtica realidad.

Esta sería ciertamente una visión bastante generalista y en cierto modo maniquea, pero útil en el sentido de establecer unos referentes que faciliten la comprensión del concepto de Tradición como corriente espiritual más que como fenómeno meramente antropológico, ya que en todo momento debemos tener en mente el carácter espiritualista de la Tradición a que nos referimos. De hecho, la propia idea de “civilización tradicional” bien entendida presupone un estado existencial de la Humanidad ajeno a cualquier influencia materialista, algo así como lo que expresa el poeta griego clásico Hesiodo al hablar de la Edad de Oro, una mítica etapa primigenia en la que el hombre habría vivido en un estado ideal utópico.

Verdaderamente se podría describir el mundo tradicional como la antítesis del mundo moderno. A su vez, la Tradición se dividiría en la práctica en diferentes ramificaciones (por decirlo de alguna manera) que no son sino aplicaciones concretas, sujetas a los condicionamientos de lugar y tiempo, de una verdad única y superior que es el núcleo que nos interesa reconocer y en la medida de lo posible definir. Mediante el estudio del esoterismo, la religión y el espiritualismo tenemos constancia de la existencia de estas distintas “tradiciones menores”.

Podríamos analizar estas tradiciones menores partiendo de sus textos fundamentales, puesto que todas se han desarrollado a partir de una «revelación» surgida de uno de sus fundadores y se han concretizado en un texto o libro, de carácter sagrado, pretendidamente inspirado por un carisma superior a lo humano. Si observamos los diferentes grupos u órdenes religiosas o esotéricas de todos los tiempos veremos que uno de sus puntos en común es la posesión de un conocimiento valioso (más o menos secreto en función del grado esotérico del grupo en cuestión) que emana directamente de la Tradición y en base al cual se establecen las directrices y normas de ese grupo.

Las conclusiones que pueden extraerse del análisis son:

– Cada tradición particular no es más que una fase de desarrollo de la Tradición Primordial.

– Cada «revelación» particular no es sino una transcripción, sujeta a las contingencias de lugar y tiempo, de las verdades conocidas por la Humanidad Primordial, que dan un sentido trascendental a la vida y la orientan hacia la realización del Espíritu.

– Todas las tradiciones son conjuntos jerarquizados de verdades hasta el punto que puede afirmarse que, a medida que se asciende en la jerarquía iniciática y esotérica de las distintas tradiciones, las verdades tienden a converger, hasta que en un último grado de la pirámide jerárquica se advierte la similitud entre todas ellas y el hecho de que todas hacen referencia a una misma experiencia espiritual.

-Es probable que estas tradiciones menores hayan surgido en el proceso evolutivo a partir de la progresiva «disolución» de la Tradición primordial, por simple necesidad de adaptación a la cambiante mentalidad humana.

 

Una civilización es “tradicional” cuando toda ella, sus manifestaciones sociales, culturales, políticas, religiosas y rituales, están orientas hacia lo alto, como si quisiera mantener siempre un contacto vivo y activo con lo trascendente, lo espiritual.

No es una casualidad que las artes y los oficios, incluso los actualmente considerados como más bajos, se atuvieran a una serie de rituales y manipulaciones, estructuras internas y mitos, que le conferían un carácter sagrado que todavía podía encontrarse en los residuos degenerados de las cofradías y hermandades artesanales de la Edad Media o que pueden reconocerse en las producciones que han llegado hasta nosotros. El mismo sistema de castas de la India y de cualquier otra latitud allí donde se implantó, tenía un “origen divino”, y como tal, cada casta tenía sus cultos y ritos particulares. Incluso en el mismo aspecto religioso, la humanidad tradicional se diferencia de la humanidad moderna: mientras que para ésta la religión ha pasado a ser una mera forma exterior desprovista de sentido o un ritualismo vacío, o incluso en el peor de los casos, una forma de demagogia social, en la humanidad tradicional la religión, en su forma exotérica, era un sistema de ritos y creencias que debían asegurar al hombre un destino adecuado tras el umbral de la muerte, mientras que, en sus formas esotéricas, era una vivencia intensa a este lado de la muerte que le permitía, no adorar a un Dios personal, sino asumir la potencia de la divinidad, experimentarla y sentirse él mismo parte de lo trascendente.

Si lo importante para una religión es la creencia en la divinidad (que conduce a la “salvación”), lo fundamental para la Tradición es la identificación, en vida, con la misma Divinidad (que conduce a la “liberación”).

De ahí que se pueda establecer una diferencia entre la vida religiosa y la experiencia tradicional: ser «religioso» es ser «tradicional» solo a medias; por el contrario, «ser tradicional» es haber superado o estar en camino de superar las distintas formulaciones religiosas. Se puede seguir una tradición religiosa en particular efectivamente, pero que en el momento en que se profundiza suficiente -ascendiendo en su comprensión- se tiene conciencia de la proximidad a otras exteriormente y en apariencia muy diferentes.

En definitiva, se puede estar al margen de la religión, bien por abajo, es decir, por la vía del ateísmo, o bien por arriba en la vía de una realización espiritual más allá de las formas religiosas tradicionales, aproximándose a la tradición primordial.

 

 

Julius Evola afirmaba que no existe pluralidad sino dualidad de civilizaciones; no existen muchas y diversas civilizaciones cuyo ciclo sea el nacimiento, el desarrollo y la muerte, sino que existe una dualidad de civilizaciones: civilizaciones tradicionales (volcadas hacia lo alto) y civilizaciones modernas (orientadas hacia lo bajo), o lo que es lo mismo, civilizaciones cuyo punto de referencia es lo trascendente y civilizaciones cuya referencia está en lo contingente.  Dos mundos que evolucionan de forma opuesta, divergente hasta el punto de no conservar apenas ningún punto de contacto entre sí. Con lo cual, para la gran mayoría de los hombres modernos también quedarían cerradas las vías de una comprensión efectiva de la civilización tradicional.

De ello podríamos deducir que lo que en la humanidad moderna tiene una dimensión «horizontal», es decir, orientada a las masas, en la civilización tradicional tiene un carácter «vertical» (en su sentido de elevación, hacia lo alto). De esta «verticalidad» emana la jerarquía (los diferentes niveles de comprensión de lo Absoluto) que en la civilización moderna es abolida en beneficio de lo promiscuo e igualitario.

Al respecto de todo esto es muy recomendable repasar el ensayo de Julius Evola “Civilizaciones del tiempo y civilizaciones del espacio”.

 

 

La utilidad de una tradición no es tanto la conservación de principios y creencias como su transmisión, lo cual implica un dinamismo conceptual al mismo tiempo que la posibilidad real de la muerte de las propias tradiciones. Una tradición (menor, se entiende) podría desaparecer en dos supuestos: cuando cesa de transmitirse y las únicas referencias que se tiene de ella proceden del exoterismo religioso o de la investigación antropológica, o bien, cuando por el paso del tiempo, esa tradición ha sufrido un desgaste interior que se ha traducido en la pérdida de su impulso originario, persistiendo sólo como forma vacía, una cáscara dentro de la cual solamente existe un esqueleto o algo sin vida.

El cristianismo es muestra de una tradición que, poco a poco, ha ido perdiendo impulso y hoy se encuentra separada de cualquier forma esotérica (es decir, iniciática) pasando a ser un mero exoterismo. El celtismo a su vez es muestra de una tradición muerta cuyas únicas referencias pueden encontrarse en los museos arqueológicos o en las cátedras eruditas. Ambas tradiciones no han podido perpetuarse, han perdido impulso lenta o traumáticamente, la continuidad de la cadena se ha cortado; la eficacia de la transmisión de los ritos iniciáticos que facilitaban al hombre, al adepto, el impulso sobrenatural para colocarse en el umbral del mundo metafísico, han desaparecido: la Tradición no tiene validez porque carece de eficacia real.

El proceso de decadencia de las tradiciones en nuestra realidad es siempre el mismo en reglas generales: las tradiciones dejan de vivirse, su eficacia se aminora primero, atenúa luego y desaparece por fin, transformándose en ética. Su valor operativo, es decir, transformador e iniciático, desaparece; la ética sigue estando patente en el mejor de los casos, pero un «hombre ético» no deja de ser un hombre imposibilitado de traspasar la barrera de lo humano y de lo físico. En una fase siguiente de decadencia, la ética, ya agotada, parece una imposición exterior al individuo y no algo que se asuma voluntariamente como norma de vida, entonces se queda en simple costumbre, algo que se realiza más bien mecánicamente. La fase siguiente será la de desaparición de las últimas huellas de la Tradición, o su permanencia en estado larvario como recuerdo, curiosidad histórica o erudita o simplemente como exótico patrimonio de los antepasados.

 

A pesar de que el proceso de la decadencia de la Tradición es cíclico y probablemente mucho más extendido en el tiempo de lo que nuestro entendimiento podría abarcar, teniendo en cuenta esa constricción de miras inevitable podemos hablar de hitos concretos, bien visiblemente reconocidos por sus efectos antitradicionalistas: es el caso del apogeo de la burguesía en la civilización occidental en el siglo XIX que trajo consigo una interpretación particular de la Tradición como un formalismo social realmente desprovisto de cualquier lazo con lo auténticamente sagrado y suprasensible. Esto no fue más que una fase del proceso general de decadencia al que se ha visto abocada la civilización occidental. En realidad todo el movimiento sociocultural ochocentista que acompañó a la hegemonía del burguesismo no es más que el reflejo de las tendencias y los intereses de la casta burguesa cuya formulación política se tradujo en el conservadurismo.

El entorno esoterista existente en Occidente no escapó a las influencias mencionadas; sociedades e instituciones tradicionales sufrieron dichas influencias, las cuales llegaron a  introducirse en sus estructuras hasta el punto de afectar a la esencia, al conocimiento auténtico atesorado que fue inevitablemente degradado y hasta extraviado. Cuando se quiso recuperar esta esencia mirando hacia Oriente era ya demasiado tarde: las instituciones estaban tan corrompidas que quedaron, generalmente, en meras reuniones de afiliados más o menos ingeniosas y provechosas sin ningún contacto verdadero con la Tradición originaria. El esoterismo iba dando paso al ocultismo.

Evidentemente el conservadurismo no tiene nada que ver con el Tradicionalismo auténtico: tan sólo se trata de una tendencia sociopolítica que pretende mantener un status y unos privilegios tras la fachada de una apropiada escala de valores morales, y que con el devenir general de la Historia ha representado apenas una fase puntual de decadencia, una fase que ha dado paso a la etapa proletaria, colectivista y de masificación generalizada y global.

Si la lucha social y política está planteada hoy en nuestra civilización, sean cuales sean las etiquetas utilizadas, como una lucha fundamentalmente entre conservadores y revolucionarios, no puede olvidarse que los primeros suponen la retaguardia del mundo moderno, mientras que los segundos son su vanguardia, ambos dentro del mismo proceso de decadencia. El conservador no es más que un progresista «ralentizado», mientras que el revolucionario es un progresista «acelerado», ambos participan del mismo marco de la civilización moderna e integrados en los mismos mecanismos de producción y consumo.

Otro hito, o “marcador”, significativo en las páginas de nuestra Historia digamos reciente, fue la aparición del racionalismo. En el nombre de una ciencia y una filosofía calificadas de “racionales” los modernos pretenden excluir todo “misterio” del mundo tal y como se le representan. Desde los mismos enciclopedistas del siglo XVIII los más acérrimos negadores de toda realidad suprasensible son absolutamente proclives a invocar la razón a todo propósito y proclamarse orgullosamente racionalistas. No obstante, cualquiera que sea la diferencia que haya entre ese racionalismo vulgar y el racionalismo propiamente filosófico, no es en suma más que una diferencia de grado; uno y otro corresponden a las mismas tendencias, que no han hecho más que ir exagerándose, y al mismo tiempo vulgarizándose durante todo el curso de los tiempos modernos.

El racionalismo propiamente dicho se remonta a Descartes (siglo XVII), y hay que notar que, desde su origen, se encuentra asociado directamente a la idea de una física «mecanicista» (más negación de lo suprasensible); por lo demás, el Protestantismo le había preparado bien el camino, al introducir en la religión, con el «libre examen», una suerte de racionalismo, aunque entonces esta palabra no existiera todavía ya que no se inventó hasta que la misma tendencia no se afirmó más explícitamente en el dominio filosófico. El racionalismo bajo todas sus formas se define esencialmente por la creencia en la supremacía de la razón, proclamada como un verdadero «dogma», y que implica la negación de todo lo que es de orden supraindividual, lo que entraña lógicamente la exclusión de todo conocimiento metafísico verdadero. La misma negación tiene también como consecuencia, en otro orden, el rechazo de toda autoridad espiritual, puesto que ésta es necesariamente de fuente suprahumana.

El racionalismo, tan útil y asequible para el pensamiento moderno, introdujo en la civilización tendencias inequívocamente antitradicionales, y aún va más allá: puesto que dicho racionalismo es la negación de todo principio superior a la razón, entraña como consecuencia práctica el uso exclusivo de esa razón cegada, aislada del intelecto puro y trascendente del que normal y legítimamente ella sólo puede reflejar la luz en el dominio individual. Desde que ha perdido toda comunicación efectiva con este intelecto supraindividual, la razón ya no puede más que tender hacia abajo, es decir, hacia el polo inferior de la existencia, y hundirse cada vez más en la «materialidad». En la misma medida, pierde poco a poco hasta la idea misma de la verdad, y llega por eso a no buscar más que la mayor comodidad para su comprensión limitada, en lo cual encuentra una satisfacción inmediata por el hecho de su tendencia hacia abajo, puesto que ésta la conduce en el sentido de la simplificación y de la uniformización de todas las cosas; así pues, ella obedece tanto más fácil y más rápidamente a esta tendencia cuanto que los efectos de ésta son conformes a sus deseos, y este descenso cada vez más rápido no puede desembocar finalmente más que en lo que René Guenon denominaba el «reino de la cantidad», o del materialismo cuantitativo.

Todo lo anterior supone un ejemplo bien claro, ubicado en épocas relativamente cercanas de nuestra Historia y por tanto susceptibles de ser estudiados y valorados adecuadamente para la comprensión del ciclo de decadencia general, de cómo la sugestión provocada por determinados agentes puede actuar sobre una civilización favoreciendo la disolución de sus fundamentos primigenios y contribuyendo a la desorientación integral de los individuos.  

Así, la mentalidad moderna no es más que el producto de una vasta sugestión colectiva, que, al ejercerse continuamente en el curso de varios siglos, ha determinado la formación y el desarrollo progresivo del espíritu antitradicional, en el que se resume en definitiva todo el conjunto de los rasgos distintivos de esa mentalidad. Pero, por poderosa y por hábil que sea esta sugestión, puede llegar un momento donde el estado de desorden y de desequilibrio que resulta de ella devenga tan manifiesto que algunos ya no puedan dejar de apercibirse de él, y entonces existe el riesgo de que produzca una «reacción» que comprometa ese resultado mismo (aunque parece efectivamente que hace tiempo que ya rebasamos ese punto) y es destacable que ese momento coincide precisamente, por cierta lógica, con aquel donde se termina la fase pura y simplemente negativa de la desviación moderna, representada por la dominación completa e incontestada de la mentalidad materialista. Es aquí donde interviene eficazmente, para desviar esta «reacción» de la meta hacia la que tiende, la falsificación de la idea tradicional, hecha posible por la ignorancia e incomprensión generalizadas hacia el verdadero significado de la Tradición y que no es más que uno de los efectos de la fase negativa: la idea misma de la tradición ha sido destruida hasta tal punto que aquellos que aspiran a recuperarla no saben ya de qué lado inclinarse, y están perfectamente dispuestos a aceptar todas las falsas ideas que se les presentan en su lugar y bajo su nombre. Esos se han dado cuenta, al menos hasta un cierto punto, de que habían sido engañados por las sugestiones antitradicionales, y de que las creencias que se les habían impuesto así no representaban más que error y decepción; ciertamente, se trata de un conato de reacción, pero que no produce resultado alguno.

Uno se apercibe bien de ello al leer los escritos y opiniones, cada vez menos raros, donde se encuentran las críticas más justas con respecto a la civilización actual, pero donde los medios considerados para remediar los males así denunciados tienen un carácter extrañamente desproporcionado e insignificante, infantil incluso en cierto modo: sobre todo, nada que dé testimonio del menor conocimiento de orden profundo. Es en esta etapa donde el esfuerzo, por loable y por meritorio que sea, puede dejarse desviar fácilmente hacia actividades que, a su manera y a pesar de algunas apariencias, no harán más que contribuir finalmente a acrecentar todavía más el desorden y la confusión de esta civilización cuyo enderezamiento se considera que deben intentar operar.

 

Resulta en cierto modo extraña la confusión que en el pensamiento moderno se genera asimilando casi constantemente tradición y costumbre, y dice mucho de la falsificación y manipulación del lenguaje que se ha venido operando, de manera ya definitivamente descontrolada en nuestros días; en efecto, nuestros contemporáneos, dan de buena gana el nombre de «tradición» a toda suerte de cosas que no son en realidad más que simples costumbres, frecuentemente del todo insignificantes, y a veces de invención completamente reciente: así, basta que se haya instituido una fiesta profana cualquiera para que ésta, al cabo de algún tiempo, sea calificada de «tradicional». Este abuso de lenguaje se debe evidentemente a la ignorancia del pensamiento moderno respecto de todo lo que es tradición en el verdadero sentido de esta palabra; pero también se puede discernir en ello una manifestación de cierto espíritu de «contrahechura»: allí donde no hay ya tradición, se busca, consciente o inconscientemente, substituirla por una suerte de parodia, a fin de colmar por así decir, bajo el punto de vista de las apariencias exteriores, el vacío dejado por esta ausencia de la tradición Así pues, no es suficiente decir que la costumbre es enteramente diferente de la tradición, puesto que la verdad es que le es incluso claramente contraria, y que sirve más bien a la difusión y al mantenimiento del espíritu antitradicional.

 

               Lo que hay que comprender bien ante todo es que todo lo que es de orden tradicional implica esencialmente un elemento «suprahumano»; la costumbre, al contrario, es algo puramente humano, ya sea por degeneración, ya sea desde su origen mismo. En efecto, es menester distinguir aquí dos casos: en el primero, se trata de cosas que han podido tener antaño un sentido profundo, a veces incluso un carácter propiamente ritual, pero que lo han perdido enteramente debido a que han dejado de estar integradas en un conjunto tradicional, de suerte que no son ya más que «letra muerta» y «superstición» en el sentido etimológico; puesto que ya nadie comprende su razón de ser: por eso mismo son particularmente aptas para deformarse y para mezclarse con elementos extraños, que no provienen más que de la fantasía individual o colectiva. Con bastante generalidad, éste es el caso de las costumbres a las que es imposible asignar un origen definido; lo menos que se puede decir es que dan testimonio de la pérdida del espíritu tradicional. Además ello da lugar a un doble peligro: por una parte, los hombres llegan así a cumplir acciones por simple hábito, es decir, de una manera completamente maquinal y sin razón válida y objetiva, resultado que es tanto más penoso cuanto que esta actitud «pasiva» les predispone a recibir toda suerte de «sugestiones» sin poder reaccionar; por otra parte, los adversarios de la tradición, asimilando ésta a esas acciones maquinales, no se privan de aprovecharse de ello para ponerla en ridículo, de suerte que esta confusión, que en algunos no es siempre involuntaria, es utilizada para obstaculizar toda posibilidad de restauración del espíritu tradicional.

               En el segundo caso, tenemos que algunas de las costumbres del orden mencionado son todavía, a pesar de todo, vestigios de algo que tuvo primeramente un carácter tradicional, y, por este motivo, pueden no parecer todavía suficientemente profanas; así pues, en un estadio ulterior, se tratará de reemplazarlas tanto como es posible por otras costumbres, éstas enteramente inventadas, y que serán aceptadas tanto más fácilmente cuanto que los hombres están ya habituados a hacer cosas desprovistas de sentido; es ahí donde interviene la «sugestión». Cuando un pueblo ha sido apartado del cumplimiento de los ritos tradicionales, todavía es posible que perciba lo que le falta y que sienta la necesidad de volver de nuevo a ello; para impedírselo, se le darán «pseudo-ritos», y se le impondrán incluso si hay lugar a ello; y esta simulación de los ritos se lleva a veces tan lejos que uno no tiene que esforzarse para reconocer ahí la intención formal y apenas disfrazada de establecer una suerte de «contratradición». En el mismo orden, hay también otras cosas que, aunque parecen más inofensivas, en realidad están muy lejos de serlo enteramente: son las costumbres que afectan a la vida de cada individuo en particular más que al conjunto de la colectividad; su papel es también asfixiar toda actividad ritual o tradicional, sustituyéndola por la preocupación, y no sería exagerado decir incluso por la obsesión, hacia una multitud de cosas perfectamente insignificantes, cuando no completamente absurdas, y cuya «pequeñez» misma contribuye poderosamente a la ruina de toda intelectualidad.

 

Según René Guenon la actitud materialista modifica la constitución psicofísica del hombre de manera que le hace verdaderamente impenetrable a toda influencia que no sea la que cae bajo sus sentidos. No sólo sus facultades de comprensión se vuelven cada vez más limitadas, sino que su campo de percepción se restringe igualmente. Esto es muy importante, ya que contribuye al reforzamiento del punto de vista profano puesto que si este punto de vista se ha desarrollado a partir de una falta de comprensión, y por consiguiente de una limitación de las facultades humanas, esta misma limitación, al acentuarse y al extenderse a todos los dominios, parece justificarla después, al menos a los ojos de los que son afectados por ella; en efecto, ¿qué razón podrían tener aún para admitir la existencia de lo que ya no pueden ni concebir ni percibir realmente, es decir, de todo lo que podría mostrarles la insuficiencia y la falsedad del punto de vista profano mismo?

Finalmente, es el propio René Guenon quien puntualiza, siguiendo sobre todo el esquema recogido en la religión hinduista, que este tránsito crítico de la Tradición a la Modernidad en su sentido más amplio no sería más que la expresión fenoménica natural del devenir del mundo, un proceso inherente a la propia existencia; un proceso regido por una serie de ciclos y períodos de evolución que predeterminan inexorablemente cada momento de la realidad última conformada en el origen de la Creación. Este ciclo de la Creación comprendería cuatro edades o “Yugas” que empezarían desde el más elevado espiritualmente y, a través de la experiencia de la degeneración progresiva, concluir en el extremo opuesto con la pérdida del hombre de todo vestigio espiritual y habiendo alcanzado el punto crítico de “densidad” materialista. Según Guenon, estaríamos actualmente en el último período, denominado Kali-Yuga, que habría comenzado hace unos 6.000 años y dentro del cual en los últimos (más o menos) 2.500 años la humanidad habría experimentado transformaciones radicales en orden al proceso mencionado cada vez más drásticas e irreversibles.  

 

La situación de desorden generalizado en que actualmente se encuentra la Humanidad parece que dan la razón a las manifestaciones que hemos anotado principalmente de los dos grandes autores mencionados, que ya hace más de medio siglo anticipaban la progresiva y cada vez más acelerada desviación de la Tradición. Hasta qué punto vivimos en la ignorancia, se puede comprobar fácilmente mirando las definiciones “oficiales” que se usan para explicar los términos “Tradición” o “Tradicionalismo”.

 

 

              

 

 

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