Se ha demostrado hasta qué punto están desprovistas de fundamento las ideas de algunos vulgarizadores que pretenden que la física ultramoderna ha superado el estadio materialista y se orienta hacia una nueva visión espiritualista de la realidad. Las pretensiones de lo que puede llamarse neo-espiritualismo se fundan sobre un error análogo. También otros medios desearían desembocar en la misma conclusión, es decir, que un retorno a la espiritualidad se anuncia a través de la actual proliferación de tendencias hacia lo sobrenatural y lo suprasensible manifestadas en movimientos, sectas, capillas, logias y conciliábulos de todo tipo, alimentándose en común con la ambición de proveer al occidental de algo más que las formas dogmáticas e institucionalizadas de la religión, consideradas insuficientes e ineficaces y conducirlo más allá del materialismo.
Aquí también se trata de una ilusión debida a la falta de principios que caracteriza a nuestros contemporáneos. La verdad es que en la mayoría de estos casos uno se encuentra ante fenómenos que forman parte de los procesos disolutivos de la época y que, existencialmente, a pesar de las apariencias tienen un sentido negativo y representan una contrapartida solidaria del materialismo occidental.
Para reconocer el verdadero sentido de este nuevo espiritualismo podemos referirnos a lo que Oswald Spengler ha escrito sobre la “segunda religiosidad”. En su principal obra, este autor expone ideas que, a pesar de estar mezcladas con graves conclusiones y divagaciones personales de todo tipo, reproducen en parte la concepción tradicional de la Historia cuando habla de un proceso que, en los diferentes ciclos de civilización, conduce de la forma de vida orgánica de los orígenes al extremo donde dominan por el contrario el intelecto abstracto, la economía y la finanza, el espíritu práctico y el mundo de las masas con un fondo de grandeza puramente material.
El proceso terminal ha sido estudiado más de cerca por René Guénon, el cual empleando una imagen de la evolución de la vida de los organismos ha hablado de dos fases: la fase de rigidez del cuerpo abandonado por la vida (correspondiente en términos de civilización al período del materialismo) seguida de la fase final, la de la descomposición del cadáver.
Según Spengler, la “segunda religiosidad” es uno de los fenómenos que acompañan siempre a las fases terminales de una civilización. Al margen de estructuras de una grandeza bárbara, al margen del racionalismo, del ateísmo práctico y del materialismo, se manifiestan formas de espiritualidad y de misticismo; es decir, irrupciones de lo suprasensible que no son signos de una recuperación, sino los síntomas de una desintegración. No se trata ya de la religión de los orígenes, de las formas severas que, como herencia de las élites dominantes, estaban en el centro de una civilización orgánica y cualitativa (lo que propiamente llamamos el “mundo de la Tradición”), y que marcaban todas sus expresiones. En tal fase, incluso las verdaderas religiones pierden toda dimensión superior, se secularizan y adormecen, cesan de cumplir su función original. La “segunda religiosidad” se desarrolla fuera de estas, a menudo incluso contra ellas, pero lo hace también fuera de las corrientes predominantes de la existencia y corresponde generalmente a un fenómeno de evasión, alienación, compensación confusa, no teniendo ninguna repercusión seria sobre la realidad que actualmente es una civilización apagada, mecanizada y puramente terrestre. Tal es el lugar y el sentido de la “segunda religiosidad”. Podemos completar el esquema remitiéndonos a René Guénon, cuya doctrina es mucho más profunda que la de Spengler. Guénon ha constatado que tras el materialismo y el positivismo del siglo XIX que habían conseguido aislar al hombre de lo que está verdaderamente por encima de él – de lo verdaderamente sobrenatural, la trascendencia – numerosas corrientes del siglo XX han tenido una apariencia de espiritualismo o se presentan como una “nueva psicología” tendiendo a abrirlo a lo que está por debajo de él, por debajo del nivel existencial, correspondiente generalmente a la persona humana realizada. Podríamos hacer referencia aquí también a una expresión de Aldous Huxley y hablar de una “auto trascendencia descendente” opuesta a la “auto trascendencia ascendente”.
De la misma forma que es cierto que Occidente se encuentra actualmente en la fase sin alma, colectivizada y materializada, propia del fin de una civilización, igualmente no cabe duda de que la mayor parte de los hechos que actualmente se consideran como el preludio de una nueva espiritualidad dependen sencillamente de una “segunda religiosidad” y representan algo híbrido, delicuescente y sub intelectual. Son como los fuegos fatuos que se manifiestan cuando un cadáver se descompone; por lo tanto hay que ver en estas tendencias no lo opuesto a la civilización crepuscular de hoy día, sino una de sus contrapartidas que podrían incluso, si se confirmaran, ser el preludio de una fase regresiva y disolvente más avanzada. En particular, allí donde no se trata sólo de simples estados de alma o de teorías, sino allí donde el interés morboso por lo sensacional y lo oculto se acompaña de prácticas evocatorias y de una apertura de las capas subterráneas de la psique humana (como sucede a menudo en el caso del espiritismo y del psicoanálisis) se puede hablar, con René Guénon, de “fisuras en la gran muralla”, de peligrosas grietas en este círculo de protección que preserva a pesar de todo en la vida ordinaria a todo individuo normal y de espíritu lúcido contra la acción de las fuerzas oscuras reales, ocultas tras la fachada del mundo de los sentidos y bajo el umbral de los pensamientos humanos formados y conscientes. Desde este punto de vista, el neo espiritualismo aparece, pues, más peligroso que el materialismo o el positivismo, ya que este, por su primitivismo y su miopía intelectual reforzaba este círculo, que ciertamente limitaba pero también protegía.
Por otra parte, nada indica mejor el nivel en que se sitúa el neo espiritualismo que la cualidad humana de buen número de quienes lo cultivan. Mientras que las antiguas creencias sagradas eran la prerrogativa de una humanidad superior, de las castas reales y sacerdotales, hoy son en su gran mayoría médiums, “magos” de barriada, radiestesistas, espiritistas, antropósofos, astrólogos y videntes, anuncios publicitarios, teósofos, curanderos, vulgarizadores de un yoga americanizado, etc… quienes proclaman el nuevo verbo anti materialista acompañándose de algún místico exaltado y visionario y de algún profeta improvisado. La mixtificación y la superstición se mezclan casi constantemente en el neo espiritualismo del que otro rasgo significativo es la proporción importante de mujeres (fracasadas, desviadas, “fuera de uso”) que se dedican a ello, particularmente en los países anglosajones. De hecho, como orientación general, puede hablarse de “espiritualidad femenina”.
En el marco del problema que nos interesa particularmente aquí, solo importa la lamentable confusión que puede nacer de las frecuentes referencias que hace el neo espiritualismo, a partir del teosofismo anglo-indio, a ciertas doctrinas pertenecientes a lo que llamamos el mundo de la Tradición, particularmente en sus formas orientales.
Es importante señalar aquí una neta separación. Es preciso saber que se trata, casi siempre, de falsificaciones de estas doctrinas, residuos o fragmentos mezclados con los peores prejuicios occidentales y meras divagaciones personales. El neo espiritualismo no tiene en general ninguna noción del plano al que pertenecían las ideas que adoptó, así como de la meta verdadera que tenían sus seguidores; estas ideas acaban en efecto a menudo sirviendo de simples sucedáneos destinados a satisfacer exigencias idénticas a las que mueven a otros hacia la fe o a la simple religión. Grave equívoco, pues se trata, al contrario, de metafísica, y a menudo estas enseñanzas pertenecían exclusivamente en el mundo tradicional a las “doctrinas internas” no divulgadas. No es cierto, además, que la decadencia y el agotamiento de la religión occidental sean las únicas razones que mueven a los neo espiritualistas a interesarse en estas enseñanzas, a difundirlas y mostrarlas en público. Otras razones son que muchos de ellos creen que estas doctrinas son más “abiertas“ y consoladoras, que eximen de las obligaciones y de los lazos propios de las confesiones históricas, cuando lo cierto es que se trata de lo contrario, aunque se trate de otro tipo de lazos. Tenemos un ejemplo típico en la valoración completamente moralizante, humanitaria y pacifista que se ha hecho y se hace recientemente de la doctrina budista. En otro campo vemos a Jung “valorizar” en términos de psicoanálisis todo tipo de enseñanzas y símbolos de los Misterios, adaptándolos para el tratamiento de individuos neurópatas y disociados.
Es así como podríamos llegar a preguntarnos en qué medida el efecto práctico del neo espiritualismo no es negativo también desde otro punto de vista, en razón del inevitable descrédito en que caen las enseñanzas pertenecientes a las doctrinas internas del mundo de la Tradición, tras la manera deformada e ilegítima en que estas corrientes las dan a conocer y propagan. Es necesario en efecto poseer una orientación interior muy precisa o un instinto no menos preciso para conseguir separar lo que es positivo de lo negativo, para encontrar en estas corrientes incitación a una verdadera unión con los orígenes y a un redescubrimiento de un saber olvidado. Y si se llega a esto y se toma la vía justa, no se tardará en abandonar completamente todo lo que procede de este punto de partida vocacional, es decir, del espiritualismo actual, y sobre todo del nivel espiritual que le corresponde; un nivel del que están completamente ausentes la grandeza, la potencia, el carácter severo y soberano propio de lo que se encuentra más allá de lo humano y que es lo único que podría abrir una vía más allá del mundo que está en trance de vivir la “muerte de Dios”.
Esto concierne, sobre todo, al plano de la doctrina. Y el hombre diferenciado del que nos ocupamos aquí que se interesara por este terreno debería establecer muy netamente la distinción que acabamos de indicar: si no dispone de fuentes de información más directas y más auténticas que los subproductos y fosforescencias ambiguas de la “segunda religiosidad” le será preciso aplicarse a discriminar y completar estos datos. Este trabajo le vendrá facilitado, por lo demás, por la ciencia moderna de las religiones y por otras disciplinas análogas gracias a las cuales textos fundamentales de varias religiones están disponibles ahora en conocidas versiones que si bien pueden verse afectadas por las limitaciones propias al academicismo y a la especialización (filología, orientalismo, etc…) están al menos exentas de las divagaciones, deformaciones y mezclas del neo espiritualismo. Se dispone así de la base o materia prima necesaria para superar el punto de partida inicial y ocasional.
Es preciso además examinar el problema desde su aspecto práctico. Como hemos dicho, el neo espiritualismo enfatiza a menudo la práctica y la experiencia interior y toma de otro mundo, de la Antigüedad o de Oriente, además de ciertas concepciones de lo suprasensible, vías y disciplinas tendientes a la superación de los límites de la conciencia ordinaria del hombre. Aquí también, sin embargo, se vuelve a encontrar el error ya señalado a propósito de los ritos católicos que terminan por ser profanados y pierden toda verdadera significación “operativa” al estar aplicados a la masa sin que se den las condiciones necesarias para su eficacia. El equívoco es más grave en el caso que nos ocupa pues su fin es mucho más ambicioso.
Desde este punto de vista podemos olvidar las variantes más bastardas, “ocultistas” del neo espiritualismo, en primer plano de las cuales se sitúa el interés dedicado a la “clarividencia” o a tal o cual pretendido poder y a toda especie de pactos concluidos con lo invisible. Todo esto no puede ser más que absolutamente indiferente al hombre diferenciado: no es siguiendo esta vía como se puede resolver el problema del sentido de la existencia, pues se permanece siempre aquí en el mundo de los fenómenos, y puede incluso resultar una evasión y mayor dispersión (parecida a la que favorece, en otro plano, la multiplicación apabullante de conocimientos científicos y de medios técnicos) en lugar de una profundización existencial. Pero aunque no sea más que de un modo confuso, algo más y diferente se anuncia a veces en el neo espiritualismo cuando se tiende a la “iniciación”, cuando esta es presentada como la culminación de diferentes prácticas, ejercicios, ritos, técnicas de yoga, etc…
Si no se puede pronunciar a este respecto una condena pura y simple es necesario sin embargo disipar algunas ilusiones. Tomada en su acepción rigurosa y legítima, la iniciación correspondería en el hombre a un cambio real del estado ontológico y existencial, a la apertura efectiva de la dimensión de la trascendencia. Esto sería la realización indudable y la apropiación integral y “descondicionadora” de la cualidad que hemos considerado como el fondo mismo del tipo humano que nos interesa, del hombre que está aún arraigado, espiritualmente, en el mundo de la Tradición. Así se plantea el problema cuando una u otra corriente del neo espiritualismo exhuma y presenta métodos y vías “iniciáticas”.
Es preciso circunscribir este problema teniendo en cuenta que, en el marco de este trabajo, no nos ocupamos más que de hombres distanciados de su medio que han concentrado toda su energía en la dirección de la trascendencia como pueden hacerlo el asceta o el santo en el dominio religioso. Se trata en este caso del hombre que acepta vivir en el mundo y en su época teniendo, sin embargo, una forma interior diferenciada de la de sus contemporáneos. Este hombre sabe que en una civilización como la nuestra es imposible restaurar las estructuras que, en el mundo de la Tradición, darían un sentido al conjunto de la existencia; pero incluso en este mundo de la Tradición lo que puede hacerse corresponder al ideal de la iniciación pertenecía a las cimas, a un dominio diferenciado que comportaba límites precisos, a una vía que tenía un carácter excepcional y original. Se trataba no del nivel o de la ley general, de lo alto de la Tradición, que ordenaba la existencia común en una civilización dada, sino de un plano superior virtualmente desprendido de esta misma ley porque estaba situado en su origen. Se puede tratar aquí acerca de las distinciones que se imponen incluso en el dominio de las iniciaciones. Debemos limitarnos a insistir sobre el significado más alto, más esencial que toma la iniciación cuando se sitúa sobre el plano metafísico, significado que es como hemos dicho el “descondicionamiento” espiritual del ser. Las formas más limitadas que corresponden a las iniciaciones de casta, a las iniciaciones tribales y también a las iniciaciones menores ligadas a tal o cual poder del cosmos, como en algunos puntos y profesiones antiguas -formas diferentes, en consecuencia, de la “gran liberación”- deben ser asimismo dejadas de lado porque en el mundo moderno están completamente desprovistas de base.
Precisamente es en su más alta acepción metafísica como se la comprende, y se debe pensar a priori que en una época como la nuestra, en un medio como este en el que vivimos y habida cuenta también de la conformación general interior de los individuos (que se resiente fatalmente de una herencia colectiva, antigua de varios siglos, que es absolutamente desfavorable) la iniciación se presenta como una posibilidad más que hipotética y aquel que ve las cosas diferentemente, o no comprende de qué se trata o se equivoca él mismo engañando a los demás. Lo que es preciso demoler de la forma más clara es la trasposición en este dominio de la imagen individualista y democrática del “self made man”, es decir la idea según la cual se puede convertir en iniciado quien quiera y puede serlo por sí mismo gracias a sus propias fuerzas, recurriendo a ejercicios y prácticas de diversos tipos. Tal cosa es una ilusión, la verdad es que todo resultado positivo en este terreno está condicionado por la presencia y la acción de una fuerza real de otro orden, no individual. Y podemos afirmar categóricamente que en lo que respecta a la iniciación no hay más que tres casos posibles.
El primer caso es el de aquel que posee ya, por naturaleza, esta fuerza diferente. Es el caso excepcional de lo que fue llamado la “dignidad natural”, que no procede del simple nacimiento humano y puede compararse a lo que es la elección en el dominio religioso. El hombre diferenciado que presuponemos tiene una estructura parecida a la del tipo al que se aplica esta posibilidad. Pero en nuestros días la presencia en él de la “dignidad natural” comprendida en este sentido específico, técnico, comporta inevitablemente un cierto margen de incertidumbre que no puede ser superado más que si la prueba de uno mismo está oportunamente orientada en este sentido.
Los otros dos casos son los de una “dignidad adquirida”. Se puede, en primer lugar, suponer que la fuerza en cuestión aparezca y que una brusca ruptura de nivel, existencial y ontológica, se produzca con ocasión de crisis profundas, traumatismos espirituales o acciones desesperadas. Es entonces posible que el individuo, si no se hunde, sea conducido a participar de esta fuerza, incluso sin haberse propuesto conscientemente llegar a tal fin. Es preciso sin embargo aclarar que, en casos de este tipo, una energía había sido ya acumulada y las circunstancias han provocado su súbita manifestación, entrañando como consecuencia un cambio de estado: es por ello por lo que estas circunstancias aparecen como una causa ocasional, pero no determinante, necesaria pero no suficiente. Al igual que la última gota no hará desbordar el vaso si este no está lleno, o la ruptura de un dique no provocaría el desbordamiento de las aguas más que si las aguas no ejercieran tras él una fuerte presión.
El tercer y último caso es aquel en que la fuerza en cuestión es injertada sobre el individuo en virtud de la acción de un representante de una organización iniciática preexistente debidamente cualificado para hacerlo. Es el equivalente a lo que en el plano religioso es la ordenación sacerdotal que, teóricamente al menos, debería imprimir al individuo un caracter indelebilis cualificándolo para realizar eficazmente los ritos. El autor que ya hemos citado, René Guénon, que fue prácticamente el único entre los autores modernos en tratar con autoridad y seriedad estos temas y no dejaba tampoco de denunciar las desviaciones, errores y mixtificaciones del neo espiritualismo, contempla casi exclusivamente esta última posibilidad.
Por nuestra parte estimamos, por el contrario, que debe ser de hecho prácticamente excluída en nuestros días en razón de la ausencia casi total de una organización de este tipo. Si estas organizaciones tuvieran un carácter más o menos subterráneo en Occidente en razón del tipo de religión que predominó y de las represiones y persecuciones que esta ejerció, en la época actual han desaparecido casi en su totalidad. En otros lugares, sobre todo en Oriente, se han convertido cada vez en más raras e inaccesibles incluso cuando las fuerzas que transmitían no se habían retirado, paralelamente al proceso general de degeneración y modernización que en el momento presente también ha invadido estas regiones. Por regla general, Oriente mismo hoy no está en condiciones de facilitar tampoco más que subproductos en “régimen de residuos” y basta para convencerse considerar la envergadura espiritual de los asiáticos que se han dedicado a exportar y divulgar entre nosotros la “sabiduría oriental”.
En cuanto al hombre que nos interesa, si la idea de una iniciación debe igualmente figurar en su horizonte mental, no debe hacerse ilusiones al haber medido claramente la distancia que separa a esta del clima del neo espiritualismo. No debe concebir, en principio, como prácticamente posible más que una orientación fundamental, una preparación fundamental para la cual encontrará en él una predisposición natural. Pero la realización debe quedar indeterminada y será bueno hacer intervenir también una visión post-nihilista de la vida, visión que hace descartar todos los puntos de referencia susceptibles de provocar una desviación, un descentramiento, incluso si la ruptura de nivel, como en el caso presente, estaba ligada a la espera impaciente del momento en que se producirá por fin la apertura. Es en este sentido en que puede aplicarse la fórmula zen: “quien busca la vía, se aparta de la vía”.
(Texto extraído del libro «Cabalgar el tigre», de Julius Evola, 1961)