SATANISMO CONTEMPORÁNEO

 

La figura del Diablo, el Satanás judeocristiano o Shaitan en el Islam, que es la personificación simbólica del mal absoluto (la oposición o contrapartida de Dios) tiene una larga historia que abarca diversas culturas y tradiciones religiosas. En la antigüedad pagana, múltiples dioses ejercían funciones tanto positivas como negativas, a veces incluso ambiguas dependiendo de las circunstancias; con el Zoroastrismo se llegó al monoteísmo y la personificación de un Dios todopoderoso, Ahura-Mazda, y su opuesto maléfico, Ahriman o Angra-Mainyu. Esta creencia se mantuvo en las religiones abrahámicas, y ha llegado hasta nosotros en forma de la dualidad esencial que conocemos; el Diablo o Satán es el símbolo abrahámico del mal, aunque su dogma se entiende con ciertas diferencias ya sea bajo el enfoque cristiano, judío o islámico, siendo el fundamento prácticamente el mismo.

En la corriente esoterista que comprende la dualidad como una parte inherente de la existencia, el Diablo es visto como una fuerza opuesta pero complementaria a la divinidad, necesaria para el movimiento cíclico cósmico. Esta dualidad inseparable, en algunas creencias se manifiesta simbólicamente como en el caso del conocido ideograma taoísta del yin-yang, que no se limita a representar las fuerzas elementales del bien y el mal sino que atribuye esa dualidad a todo lo creado. 

Desde una perspectiva filosófica más cercana y personal, el mal puede surgir de la propia libertad de elección humana, por ignorancia o simplemente por la falta de virtud. En este sentido, el mal no sería una fuerza externa, sino más bien una consecuencia de las elecciones y acciones humanas que el esoterismo entiende como la premisa de la iniciación y el camino de elevación espiritual necesario para superar los aspectos maléficos del ser.

Pablo de Tarso, en sus cartas a los Efesios, hace una interesante descripción del mal que acecha a los creyentes cristianos:

“Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes.” (Efesios, 10)

Y san Juan es más concreto cuando se refiere a Satanás, el mal personificado:

“Él fue un homicida desde el principio, y no se ha mantenido en la verdad porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, habla de su propia naturaleza, porque es mentiroso y el padre de la mentira.” (Juan 8-44)

Es el libro del Apocalipsis, por la naturaleza de su contenido, el texto bíblico donde más se alude al mal absoluto y el Diablo (o la Bestia) y las consecuencias de su advenimiento sobre la humanidad.

“Cuando los mil años se cumplan, Satanás será soltado de su prisión”. (Apocalipsis 20:7)

 

Al respecto de esta “liberación” del mal en el mundo con sus inevitables y terribles consecuencias, el Nuevo Testamento nos ofrece algunos detalles más concretos, como la teoría paulina del “katechon” (en griego “lo que contiene” en el sentido de retener algo). De este modo, antes de la parusía o segunda venida de Cristo tienen que suceder dos hechos: la gran apostasía universal (negación, renuncia o abjuración de la fe cristiana) y la manifestación del hombre del pecado, llamado por san Juan el «Anticristo». Pero Pablo agrega una condición para determinar más precisamente todos estos eventos, transmitiendo a los fieles de Tesalonia la doctrina del katechon:

“Pero con respecto a la venida de nuestro señor Jesucristo, y nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar, ni os conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera nuestra, en el sentido de que el día del Señor está cerca. Nadie os engañe en ninguna manera; porque no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios. ¿No os acordáis que cuando yo estaba todavía con vosotros, os decía esto? Y ahora vosotros sabéis lo que lo detiene, a fin de que a su debido tiempo se manifieste. Porque ya está en acción el misterio de la iniquidad; solo que hay quien al presente lo detiene, hasta que él a su vez sea quitado de en medio. Y entonces se manifestará aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida; inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia.” (2 Tesalonicenses 2 1-17)

 

En lo que respecta al ciclo de nuestra actual civilización, la religión ha aportado un conjunto de principios éticos y morales con el fin de poder establecer una distinción elemental entre el bien y el mal; este sistema o código moral debería ser útil para desenvolvernos con discernimiento en nuestro camino en esta vida mortal, delimitando nuestra actuación particular ante los sucesos mundanos que se nos presentan. Esto generalmente implica la obediencia a unos principios o mandamientos divinos (absolutos, al menos desde el punto de vista mundano) y cuya aplicación más básica requiere una dosis de fe, la cual se puede transformar paulatinamente en comprensión interna según se avanza en el conocimiento.

Sin embargo, resulta bastante más difícil comprender y definir el concepto del mal como potencia fundamental en evolución y sobre todo ponderar sus efectos a nivel global en el devenir de la civilización en un período de tiempo extenso.

 

 

Hacia principios del siglo XX una figura de primer orden emergió en el magma del ocultismo francés. Rene Guénon, al que citamos en ‘elvelodeisis’ frecuentemente por su preclara visión del esoterismo tradicional, no cortó completamente con el ocultismo al uso sino hasta 1909, cuando sus disputas con estos ambientes se agriaron definitivamente. Veinte años después, Guénon ya había completado lo esencial de su obra, ofreciendo a Occidente un cuerpo doctrinal sólido e imprescindible para comprender qué es la Tradición y cómo ubicarla o entenderla respecto de las religiones abrahámicas y las filosofías y movimientos esoteristas más relevantes e influyentes. Antes o después era inevitable que Guénon abordara el tema del Diablo y lo hizo de manera concreta en su libro «El error espiritista» y más globalmente en «El reino de la cantidad y los signos de los tiempos«. La perspectiva que plantea Guénon, no solo es lúcida, sino que al mismo tiempo tiene la virtud de responder a la mayor parte de interrogantes susceptibles de plantearse sobre el Diablo y el satanismo contemporáneo. Al mismo tiempo nuestro autor sitúa perfectamente estas cuestiones dentro de una perspectiva mayor a la que da el nombre de «contra-iniciación«. El satanismo es pues, para el, una forma, la más absoluta y degradada de negación del orden natural representado por la iniciación. En este artículo repasaremos su análisis, que como ya podemos ver parte de la base de la dualidad primordial y complementaria de los opuestos.

 

Satanismo consciente e inconsciente

Guénon considera que el satanismo es un desorden contemporáneo que hay que incluir en un orden mayor. Nos encontramos en una fase de decadencia que hay que insertar en el extremo terminal de un ciclo. Guénon repite a lo largo de su obra que el aparente desorden actual tiene una lógica que hay que insertar en la doctrina tradicional de los ciclos cósmicos. El discurrir del Cosmos -y de cada una de sus partes, la Tierra, el Hombre- está sometida a una ley invariable: a una Edad de Oro, de máxima expansión, siguen tres períodos sucesivos de progresiva decadencia, tras los cuales se produce la consiguiente crisis terminal de la que nacerá un nuevo período áureo. Este instante final tendrá un carácter depurador. Así pues, el desorden aparente que representa nuestro actual momento histórico, encuentra su razón de ser y su normalidad dentro de este ciclo mayor; en otras palabras, la decadencia es inevitable, en la medida en que, partiendo de un estado edénico, puro, el devenir y la cotidianeidad no pueden sino generar procesos de disolución, primero apenas imperceptibles, que, progresivamente, van ganando en intensidad y dramatismo. Es necesario que lo anterior muera para que pueda manifestarse un nuevo período áureo, tal es el mensaje final de Guénon. Este desorden parcial inscrito dentro de un orden más amplio, no puede tomarse, al menos desde el punto de vista humano, como mero fatalismo irresistible y al que no vale la pena oponer ningún esfuerzo sino apenas dejarse llevar por la corriente de los acontecimientos. Guénon recuerda la palabra bíblica: «Es necesario que haya el escándalo, pero ay de aquel por quien se produce el escándalo«. Y la advertencia va dirigida contra las formaciones contra-iniciáticas.

 

Para Guénon las condiciones cíclicas objetivas generan los procesos de decadencia, pero estos, al proyectarse sobre el mundo contingente precisan de factores subjetivos y voluntaristas. No hay decadencia sin hombres capaces de convertirse en vehículos de la misma. Hay que buscar en las filas del satanismo a los promotores inmediatos de la decadencia contemporánea. Esta posición puede parecer similar a la sostenida por los sectores tradicionalistas de la Iglesia Católica para los que Satanás se manifiesta e identifica con muchos planos de la actividad humana. Pero, en realidad, los auténticos adoradores de Satanás siempre han sido numéricamente pocos a lo largo de la historia y muy frecuentemente de personalidad irrelevante. No es gracias a ellos que el satanismo ha podido progresar e instarse en el mundo moderno. Hoy mismo, no existen dudas sobre lo exiguo de las «iglesias satánicas» y lo reducido y enfermizo de los conventículos diabólicos, sin embargo, ninguna época como la nuestra ha tenido rasgos satánicos tan acusados. Guénon salva esta aparente contradicción distinguiendo entre «satanismo consciente» y un «satanismo inconsciente».

 

Lo grotesco del satanismo 

Guenon reconoce que los «satanistas conscientes» no han sido nunca muy numerosos, y, frecuentemente, se reconoce en ellos lo «grotesco» del Diablo. No es por casualidad que, en las catedrales góticas, las imágenes esculpidas nos muestren unos diablos cornudos, frecuentemente caricaturizados e, incluso en ocasiones, tomando los rasgos prestados de simios. El Diablo, decían los antiguos, «es el mono de Dios», el gran imitador. Y si nos fijamos en las sectas actuales que se reclaman específicamente satánicas, hay en ellas un componente grotesco no desdeñable e imposible de pasar desapercibido. La misma «Iglesia de Satán» y los conventículos que de ella se han desprendido, no hacen sino confirmar este detalle: Anton Szandor LaVey, el fundador de la “Iglesia de Satán” en pleno siglo XX, no ha dudado en aparecer en público cubierto con leotardos rojos, capa negra, cuernos y tridente de guardarropía, a lo que podemos añadir lo estrambótico y ridículo de los atuendos de otros autodenominados públicamente “satanistas” o similares. Pero no es a este satanismo grotesco o «consciente» al que vamos a referirnos ahora.

 

Guenon encuentra cuatro rasgos definitorios del «satanismo inconsciente». En primer lugar, nos dice, es algo teórico y mental; sus valedores, generalmente, no manifiestan interés por entablar una relación directa con entidades maléficas. Este rasgo se da en distintos grados, desde el extremo fronterizo con el «satanismo consciente» de aquellos que sienten una atracción enfermiza por el Diablo y el mal, como sería la figura del Marqués de Sade que llega a teorizar que el mundo ha sido hecho por un dios malvado y que, por tanto, seguir la ley de ese dios, implica, necesariamente, realizar el mal constantemente, hasta un satanismo teórico disminuido que ni siquiera hace referencia a lo diabólico, sino que se limita a erosionar la figura de Dios. Y también aquí existen grados: no es lo mismo la indiferencia religiosa que el ateísmo agresivo y militante de los librepensadores decimonónicos, no es lo mismo la doctrina mormona que sugiere que Dios es un ser corporal que habita en un planeta imaginario que las ideas de William James, popularizadas por H.G.Wells, sobre la experiencia religiosa como un producto del subconsciente, el único canal a través del cual el hombre puede ponerse en contacto con lo divino. Guénon, a este respecto, comenta:

«Entre los diversos elementos del «subconsciente», indudablemente, se contiene todo lo que, en la individualidad humana, constituyen huellas o vestigios de los estados inferiores del ser, y lo más seguro es que aquello con lo que el hombre se pone en comunicación, es lo que, en nuestro mundo, representa estos mismos estadios inferiores. Así, pretender que es aquí donde es posible la comunicación con lo Divino, es verdaderamente situar a Dios en los estados inferiores del ser, ‘in inferis’ en sentido literal».

 

La inversión del orden normal 

Pero el «satanismo inconsciente» se descubre por alguna otra característica demasiado evidente que Guénon define como la inversión del orden normal de las cosas. «Lo satánico -escribe Guénon -, puede aplicarse en rigor a todo cuanto supone negación e inversión del orden y no cabe la menor duda que esto es lo que podemos ver a nuestro alrededor: ¿es acaso el mundo moderno en definitiva diferente de la negación pura y simple de toda verdad tradicional? Mas al mismo tiempo, tal espíritu de negación es también, por necesidad, el espíritu de la mentira; adopta todos los disfraces, incluso los más inesperados, para no ser reconocido e incluso para hacerse pasar por todo lo contrario, con lo que resulta plenamente manifiesta la falsificación; no hay mejor ocasión que ésta para recordar que «Satán imita a Dios» y también que se transfigura en el ángel de luz».

Algún ejemplo, tan reciente como polémico, ayudará a perfilar el pensamiento guenoniano. Lo esencial de la predicación de Cristo que ha llegado hasta nosotros en los textos evangélicos, discurre por canales religiosos; los aspectos sociales y las referencias que van más allá del núcleo evangélico, son irrelevantes o, en cualquier caso, muy secundarios en relación al contexto global que es, incontestablemente, de tipo religioso. Las innovaciones aportadas por cosas como la «teología de la liberación» suponen algo más que una caída de nivel (lo teológico, es decir, el estudio de lo superior, lo trascendente, no puede ser nunca inferior a lo sociológico, que es el estudio de la construcción humana), es la sustitución de la idea de «salvación del alma» por la de «salvación político-social». En este sentido -y solo en este- la «teología de la liberación» es una doctrina de corte, fundamentalmente, satánico. Guenon en este terreno es preciso: es satánico todo lo contrario al orden normal; la pregunta subyace inmediatamente ¿cuál es el «orden normal»? Aquel que deriva directamente de la idea de trascendencia, que tiene esta idea por centro, objetivo y fin supremo.

 

La devaluación de la idea de trascendencia que realiza el «satanismo inconsciente» va pareja a la degradación e inversión de los símbolos. Los «vintrasianos» (seguidores del visionario Vintrás) del siglo XIX, por ejemplo, oponían el «Cristo Doloroso» al «Cristo Glorioso», mientras que los modernos teólogos de la liberación oponen el «Cristo Obrero» al «Cristo Rey». Vintrás y sus seguidores solían utilizar la cruz invertida, no como un símbolo conscientemente satánico, sino explicando que era la cruz que descendía de Dios a los hombres. El hippismo popularizó, en la misma dirección, el símbolo de la paz en el interior de un círculo, que no era más que la runa de la muerte para unos y para otros una cruz invertida con los brazos transversales rotos. En el conocido caso de Rennes-le-Château, los elementos satánicos son ampliamente visibles, pero muy pocos de los que lo han seguido han reparado que el pilar visigótico sobre el que se sitúa la imagen de la Virgen de la Salette muestra una cruz invertida. La hoz, símbolo de los druidas y el martillo, arma de Thor, se convirtieron en el símbolo de las revoluciones comunistas, junto con la estrella de cinco puntas, el antiguo «duath» egipcio; la esvástica, plurimilenaria y universal, pasó a ser símbolo de un partido ultranacionalista… Un símbolo reconducido de su significado originario a una inversión pura y simple es para Guénon uno de los rasgos característicos del «satanismo inconsciente».

Tampoco esta modalidad de satanismo se ve libre de los aspectos grotescos que acompañan siempre al Diablo. Es significativo que Guénon dedicara veinte páginas al Maligno en su libro sobre el espiritismo, doctrina que consideraba lo suficientemente grotesca como para ver en ella un fondo de «satanismo inconsciente». Un médium, Jules Berel, se decía «secretario de Dios», otro, Paul Auvard, decía «escribir bajo el dictado de Dios». Hoy las cosas no han cambiado mucho. En cada gran ciudad multitud de «contactados» afirman recibir mensajes de extraterrestres como ayer los espiritistas decían recibirlos de los muertos; no importa el tiempo que ha pasado, todos los mensajes hacen gala de una banalidad exasperante o de un seudo-profetismo patológico. La historia de la ufología está plagada de individuos en los cuales actuaciones histriónicas y rasgos grotescos se dan cita para producir movimientos mesiánicos que, no por risibles, son menos peligrosos. La Orden del Templo Solar o la Puerta del Cielo, defendían doctrinas que harían sonreír de conmiseración sino fuera por la oleada de suicidios que les siguieron. Algunas de las interpretaciones de Freud y, no digamos de Wilhem Reich (psiquiatra demasiado centrado en la sexología), reflejan algo más que sus obsesiones personales, sus carencias y sus traumas afectivos: desprovistas del aura seudo-científica quedan reducidas al nivel de bromas de pésimo gusto. La «New Age», finalmente, ha traído toda una secuela de videntes que no ven, sanadores que no sanan y tarotistas cuyo índice de previsiones está incluso muy por debajo del cálculo normal de posibilidades, chamanes improvisados, «canalizadores» cuyo destino no sería otro que el psiquiátrico, sino fuera porque el movimiento en su conjunto es tomado en serio por gentes de los más diversos horizontes. La trascendencia se caracteriza por la serenidad que imprime en sus representantes y en quienes siguen sus vías; lo satánico, como no podía ser de otra forma, es una irrisión inestable, chocarrera y burlesca. Entre Dios y el Diablo hay la misma distancia que la establecida por la jerarquía de las cortes medievales entre el Rey y el Bufón. «Lo grotesco -termina Guénon- es la marca inequívoca de algo de orden inferior, incluso cuando la fuente está en el ser humano, procede seguramente de las más bajas regiones del subconsciente».

 

Finalmente, otra característica sorprendente del «satanismo inconsciente» es la abolición de toda perspectiva metafísica en beneficio de lo que es exclusivamente moralista, por estricto que esto sea. Guénon apunta sobre esta característica:

«Las cosas «consolantes» y «moralizantes» son precisamente a nuestros ojos de orden más inferior y es preciso estar cegado por algunos prejuicios para encontrarlas «elevadas» y «sublimes». Colocar la moral por encima de todo como hacen los protestantes y espiritistas es invertir el orden normal de las cosas; esto mismo es pues diabólico, pero no quiere decir que todos los que piensan así estén en comunicación directa con el diablo».

¿Por qué esta inquina contra el moralismo? Guénon lo sufrió en los círculos ocultistas, forjados a imagen y semejanza de la mentalidad victoriana, la cual, a su vez, no era sino un reflejo tardío del moralismo protestante. Allí donde la metafísica ha caído en la incomprensión aparece la teología excluyente y cuando esta es combatida hoy, lo es en nombre del moralismo. Toda verdadera teología puede ser expresada en términos metafísicos, pero no a la inversa. En cuanto al moralismo supone una alteración del «orden normal» en cuanto que sustituye la ascesis interior y la iniciación por las «buenas obras». Este fenómeno apareció brutalmente con la irrupción de la sociedad burguesa y alcanzó su exasperación con los movimientos neo-espiritualistas del siglo pasado (teosofismo, seudo-rosacrucianismo, ocultismo en general) y, cien años después, ha irrumpido, si cabe con más fuerza, en el movimiento de la «New Age». Es sorprendente como estos círculos insisten en temas completamente banales que deberían abrir el camino hacia la «liberación» y hacia «otros estados de conciencia» (es condición sine qua non por ejemplo ser vegetariano). La desviación aparece con el protestantismo que sitúa el moralismo como un sustituto de los ritos y sacramentos, pero, en cualquier caso carente de valor iniciático y religioso. El vacío iniciático de la Sociedad Teosófica hizo que madame Blavatsky imprimiera a su doctrina un contenido moralizante en el que el antialcoholismo, la lucha contra la vivisección, el sufraguismo, el vegetarianismo y el pacifismo, ayudaban a «evolucionar» al ser humano, adquiriendo una dimensión ocultista. En la misma dirección, distintas sectas ocultistas anglosajonas, llegan a atribuir importancia iniciática a la abstención estricta del vino, olvidando, sin embargo, que ha sido utilizado por muchos rituales a lo largo de los siglos. Así, por ejemplo, los miembros de las Logias de Temperancia se comprometían a abstenerse de toda bebida alcohólica y otra orden paramasónica norteamericana, la de los Buenos Templarios -olvidando que seiscientos años después de la desaparición de los monjes guerreros, en Europa ha quedado el dicho «Beber como un templario» atribuido a aquellos bebedores impenitentes- se comprometía a loables intenciones antietílicas. A otros «ocultistas» les ha dado por la lucha contra la vacuna y la inoculación, opiniones perfectamente legítimas en sí mismas pero que no tienen nada que ver con la espiritualidad.

 

Humanitarismo, sentimentalismo, moralismo… en definitiva, son los sustitutivos de la iniciación ofrecidos por el «satanismo inconsciente» del que habla Guénon. Pero aún quedan otras características.

 

Las falsificaciones del satanismo inconsciente

Queda hablar del odio y la falsificación que tiende a realizar el «satanismo inconsciente» de cualquier forma religiosa tradicional, en su esoterismo y en su exoterismo. Guénon, avalando esta tesis, cita la figura extremadamente problemática de Clement de Saint Marcq, presidente de la Federación Espiritista Belga y de la Oficina Espiritista Internacional en 1912. Saint Marcq, aficionado al ocultismo, publicó un folleto titulado «La Eucaristía» que ha influido en determinadas concepciones de otros ocultistas, más próximos al satanismo, como ni más ni menos que Theodor Reuss y Aleister Crowley. El autor Massimo Introvigne ha dicho lo que Guenon juzgó prudente callar en su libro sobre el Espiritismo. Saint Marcq aludía en su folleto a la «magia sexual» y, más en concreto, a la «espermatofagia» (ingerir el propio semen en el curso de una ceremonia mágica), una práctica que llegaba a atribuir a Cristo (Guénon, púdicamente, aludía a «prácticas problemáticas») y que afirmaba derivarse de las mismas palabras de Jesús:

“El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él”. (Evangelio de san Juan)

Por otra parte no hay más que recordar la bajeza a la que llegaron los librepensadores del siglo pasado en su polémica anticristiana, o las falsificaciones continuadas del hinduismo realizado por la Blavatsky, o del budismo acometida por sus discípulos (con Annie Besant a la cabeza), concluyendo con las infames y novelescas descripciones realizadas por un autor inglés sobre el tantrismo tibetano y firmadas como Lobsang Rampa, o la parodia de religiosidad laica, puesta en marcha por Auguste Compté y su positivismo, para percibir una inequívoca tendencia hacia la falsificación deliberada de las formas esotéricas tradicionales. Y, por supuesto, en este mismo contexto podemos situar los movimientos reformistas nacidos en la India (Aryan Samaj y Bhrama Samaj) que incluían dar un contenido «occidental» a la doctrina védica, reduciéndola casi exclusivamente a un moralismo descafeinado.

 

Para quienes conozcan la temática de todas estas escuelas resulta evidente como recuerda Guénon que se trata de algo más que una discusión informal e inofensiva. No se trata de oponerse al esoterismo tradicional y a sus formas, sino que manifiestan algo que va mucho más allá de una negación pura y simple. Son su inversión. No se trata de anti-tradición, sino de contra-tradición. Mientras que la primera suele traducirse en un materialismo práctico y cotidiano, la contra-tradición pretende, en cambio, falsificar las doctrinas tradicionales. La mera idea de anti-tradición ya implica que no existe posibilidad de rito iniciático, o sea la transmisión de una influencia espiritual. En el momento en que aparece la anti-tradición en una formación o una escuela concreta, el espíritu se retira y por tanto no es posible que exista una iniciación. La contra-tradición solo está en condiciones de generar una parodia: la contra-iniciación. Guénon dice al respecto: «Al no poder conducir a los seres hasta los estados «supra-humanos», como la iniciación, ni limitarse al mero ámbito de lo humano, la «contra-iniciación» les arrastra indefectiblemente hacia lo «infra-humano» siendo aquí precisamente donde se localiza lo que le resta de poder efectivo; no es difícil comprender que esto es algo completamente diferente a la comedia de la «seudo-iniciación». En el esoterismo islámico, se dice que aquel que acude a una «puerta» determinada sin haber llegado a ella por una vía normal y legítima, ve cómo esa puerta se cierra ante sus ojos viéndose obligado a volver atrás, si bien no como simple profano, pues ello resulta ya imposible, sino como brujo o mago que opera en el ámbito de las posibilidades sutiles de orden inferior. Tal es, en síntesis, la vía infernal que se opone a la vía celeste. La vía contra-iniciática aboca a la total desintegración del ser consciente y en su disolución irreversible.

Nuestro autor marca distintas fases o etapas de decadencia. Primero se produce una tenue desviación que luego, progresivamente, se va agudizando. Alcanzado un punto puede empezarse a hablar ya de «subversión» y, finalmente, de «inversión» siendo éste el estado diametralmente opuesto al normal. Resume Guénon:

«La primera de las dos fases que hemos distinguido en la acción anti-tradicional representa sencillamente una obra de desviación cuya meta legítima no es más que el más completo y burdo materialismo; en cuanto a la segunda fase, ésta podría caracterizarse más especialmente como una obra de subversión que debe lógicamente abocar en el establecimiento de lo que ya hemos llamado una «espiritualidad al revés».

Guenon sostiene que la acción anti-tradicional tiende por todos los medios a arrastrar a los hombres hacia lo «infra-humano». El motor subjetivo de este proceso es la contra-iniciación, que designa a aquellos agentes a través de los cuales se opera la acción antitradicional. El seguimiento del proceso de decadencia en la actual fase del ciclo ha sido abundantemente tratada por René Guenon y Julius Evola en varios de sus trabajos; el primero lo resume en su última fase diciendo que el cambio que tuvo lugar en los siglos XVII y XVIII respecto a la Edad Media, fue tan completo y tan brusco que en modo alguno ha podido realizarse de una forma natural y espontánea: «Era preciso, en primer lugar, reducir al individuo a sí mismo (…), obra fundamental del racionalismo (…); por lo demás, es obvio que el racionalismo entró en acción antes incluso de recibir el nombre (…) Aparece ya en el protestantismo; además el «humanismo» del Renacimiento no era en sí más que el precursor directo del racionalismo propiamente dicho, ya que al decir «humanismo» se afirma la pretensión de reducirlo todo a unos elementos puramente humanos y por lo tanto la exclusión de todo cuanto pertenece al orden supra-individual. Posteriormente, era necesario desviar la atención del individuo hacia las cosas exteriores y sensibles, con el fin de encerrarle, digámoslo así, no sólo en el ámbito humano, sino mediante una limitación mucho más angosta, únicamente en el ámbito corpóreo; éste es el punto de partida de toda la ciencia moderna (…). La ciencia decayó también. El mecanicismo preparó directamente el camino del materialismo que se iba a encargar de señalar la completa reducción del horizonte mental al mero ámbito corpóreo, considerado en lo sucesivo como la única «realidad», quedando, así mismo despojado de todo cuanto no podía ser considerado como puramente «material». La ciencia profana que siempre había sido mecanicista a partir de Descartes y que, desde la segunda mitad del siglo XVIII iba a hacerse más específicamente materialista, convirtiéndose, a lo largo de sus sucesivas teorías, en un cuerpo cada vez más exclusivamente cuantitativo, al tiempo que, al ir penetrando el materialismo en la mentalidad general, llegaba a determinar en ella esa actitud, independiente de toda afirmación teórica, pero tanto más difusa y reducida a la calidad de una especie de «instinto» que hemos denominado el «materialismo práctico». El hombre «mecanizaba» todas las cosas y finalmente se «mecanizaba» a sí mismo, cayendo gradualmente en el estado de las falsas «unidades» numéricas extraviadas en el seno de la uniformidad y la indistinción de la «masa», es decir, en definitiva, en la multiplicidad. Tal es, globalmente, el camino que lleva de la anti-tradición a la contra-tradición, pasando por la subversión. Guenon sostiene que la acción de la contra-tradición es efímera y fundamentalmente inestable, para entender su implacable razonamiento hay que pasar a otro terreno.

 

Pequeños y grandes misterios

Guénon, utilizando la clasificación tradicional propia del mundo clásico, nos habla de Pequeños Misterios y de Grandes Misterios, que, lejos de ser dos géneros diferentes de iniciación, son dos fases o grados de una misma iniciación. Los Pequeños Misterios, no son más que una preparación para los Grandes. Guénon recuerda que cada ser no puede ir más allá de donde se detienen sus posibilidades individuales, por tanto algunos solo podrán estar cualificados para los Pequeños Misterios. Los Pequeños Misterios comprenden todo lo que se relaciona con el desarrollo de las posibilidades del estado humano encarado en toda su integridad: culminan en lo que podemos llamar la perfección de este estado, a la que Guénon alude como «restauración del estado primordial». Los Grandes Misterios, en cambio, conciernen a la realización de los estados suprahumanos; tomando al ser en el punto en que lo han dejado los Pequeños Misterios, centro del dominio de la individualidad humana, los otros aspiran a situar al iniciado en el camino de la «liberación final» o la «identidad suprema». Guénon, haciendo un símil habla de «realización horizontal» y de «realización vertical», sirviendo la primera de base a la segunda, y encarnando respectivamente los Pequeños y los Grandes Misterios. Aquellos son representados simbólicamente por la Tierra, que corresponde al dominio humano, mientras que la realización suprahumana es descrita como una ascensión a través de los cielos, que corresponden a los estados superiores.

Los Grandes Misterios están en relación directa con la iniciación sacerdotal y los Pequeños con la iniciación real. El primero de estos dominios es de orden «sobrenatural» o «metafísico», mientras que el segundo es solo de orden natural o físico. Los Pequeños Misterios comportan el conocimiento de la naturaleza, los Grandes el conocimiento de lo que está más allá de la naturaleza. Los Pequeños Misterios dependen de los Grandes y ahí tienen su principio, lo mismo que el poder temporal para ser legítimo, depende de la autoridad espiritual y en ella tiene su principio. Los Pequeños Misterios sirven para preparar a los Grandes, es decir preparar la toma de posesión de los estados superiores del ser, es por ello que éstos tienen por objeto el conocimiento metafísico puro, esencialmente uno e inmutable. Aquí no hay error posible, ni desviación susceptible de aparecer, esto solo puede aparecer en la zona de los Pequeños Misterios. Cuando aparece una pequeña ruptura entre ambas escuelas de Misterios, los «pequeños misterios» terminan siendo tomados como un fin en sí mismo.

La contra-iniciación y las distintas formas de satanismo solo pueden actuar en el terreno de los «pequeños misterios». Se dice que, cuando quiere, el diablo es un buen teólogo, pero hay un dominio que le está prohibido, el de la metafísica, que es el propio de los Grandes Misterios. La posibilidad de extravío subsiste en los Pequeños Misterios en tanto que el ser no está aún integrado en el «estado primordial» pero que cesa de existir desde que él ha alcanzado el centro de la individualidad humana; es por eso puede decirse que quien ha alcanzado ese punto, es decir el acabamiento de los «pequeños misterios», ya está virtualmente liberado, aunque solo lo pueda ser efectivamente, cuando haya recorrido la vía de los «grandes misterios» y finalmente realizado la «identidad suprema».

 

Para la corriente tradicional representada por Guénon ¿qué es exactamente el Diablo? ¿tiene entidad propia? ¿es un ser personalizado? Distintos textos del propio Guenon parecen conformes en este punto: el diablo no es un ser personal, como tampoco Dios lo es; uno y otro, a efectos didácticos y sobre el plano exotérico, adquieren una forma personalizada, pero en realidad tanto desde el punto de vista del esoterismo como de la metafísica que está en su centro el Diablo es una (la esencial) fuerza maléfica.

 

Ocultismo y contrainiciación

Todo esto choca frontalmente con los criterios del ambiente ocultista en general. Allan Kardek, por ejemplo, afirma que los «malos espíritus» mejoran progresiva y casi inevitablemente. Guénon recuerda que para Kardek, ángeles y demonios son igualmente seres humanos situados en los dos extremos de la «escala espiritista»: «Diversos ocultistas pretenden que lo que aparece como fuerzas, son en realidad seres individuales, más o menos comparables a los seres humanos; esta concepción antropomórfica es lo contrario de la verdad».

 

En Guénon todo esto no se quedó en teorías. De hecho, la obra de Guenon es una incitación a realizar una práctica de ascesis dentro de una formación tradicional, exotérica o esotérica. Guénon no tardó en enfrentarse abiertamente a algunos notorios ocultistas de su tiempo en los que veía reflejadas formas contra-iniciáticas y «satanismo inconsciente». Sus ataques a los teósofos más notorios, pero más especialmente a los ocultistas Charles Detré («Teder»), Theodore Reuss, Aleister Crowley, Gurdjieff, Joanny Bricaud y René Schwaller de Lubicz, le valieron el ser objeto de «ataques psíquicos».

Como curiosidad, transcribiremos las palabras de un amigo y colaborador de Rene Guénon definiendo su situación en la época respecto a su entorno ocultista:

«Había sido víctima de ataques «materializados» bajo la forma de animales negros y especialmente de un oso negro del cual le quedaba el rastro de una mordedura en el cuello. Por mi parte, volviendo con él a su casa (había salido a la calle para «desviar» el ataque del que estaba prevenido) hemos encontrado uno de los vidrios de su oficina estallado como si se le hubiera lanzado un objeto pesado, y los fragmentos de vidrio estaban en el exterior, sobre el reborde de la ventana. Tamos (George Thomas) llegó poco después y Guenon le pidió intentar ver de dónde venía el ataque. Tamos se concentró y, durante un momento, describió dos personajes -un hombre y una mujer- que no conocía pero que Guenon identificó como algunos de sus enemigos habituales». Guenon sostenía que estos ataques procedían de los medios contra-iniciáticos y aprovechaba las cualidades paranormales de Tamos -más incluso que su identidad doctrinal con él- para protegerse de estos ataques.”

 

Ha pasado prácticamente un siglo desde que René Guénon publicara sus escritos, y podemos comprobar sin duda cómo sus declaraciones y pensamientos adquieren cada vez más relevancia y se manifiestan más certeros y atinados en nuestra civilización occidental. Rodeados del mal en todas sus facetas, parece cada vez más evidente que el Diablo se ha entronizado en el Mundo y pugna por establecer su dominio absoluto, conformando así tanto las profecías de los santos como los dogmas de la Tradición perenne. Pero quizá el mayor éxito del Diablo sea que el hombre viva enteramente en la mentira, llegando a glorificarla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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