“Muchas otras cosas hizo Jesús, que, si se escribieran una por una, creo que en el mundo entero no cabrían los libros que se habrían de escribir” Juan, XXI, 25
Casi a mediados del siglo I de nuestra era, y a partir de la predicación y muerte de Jesús de Nazareth, comenzaba la era del Cristianismo. Según la Tradición cristiana, el encargo de extender la enseñanza del maestro Jesús correspondió a los apóstoles que él mismo había designado, a los que se unirían evangelizadores como Bernabé y Pablo que no habían sido discípulos directos. La propia Iglesia ha reconocido un valor especial a este período llamado apostólico que terminaría con la desaparición de los últimos discípulos hacia el año 70 (a excepción de Juan muerto en el 101) coincidiendo con la primera persecución contra los cristianos, ordenada por Nerón, y el martirio en Roma de Pedro y Pablo.
Durante esta primera época y a pesar de que el mensaje cristiano extendido por los mismos apóstoles pretendía ser claro y conciso, surgieron las primeras divergencias motivadas por las diferentes interpretaciones de dicho mensaje, las cuales eran ciertamente inevitables por el estado de agitación político-religiosa de la Palestina de entonces a lo que había que añadir la relación con el judaísmo del que la nueva religión había surgido y que era tradicionalmente de carácter restringido y ortodoxo, sin olvidar el crisol de culturas dispares que había aglutinado el Imperio Romano y que coexistían por entonces. La rápida labor de expansión por Asia Menor y el Mediterráneo del nuevo culto contribuyó a la diversificación, con lo que en un relativamente corto espacio de tiempo ya se percibían diversas tendencias dentro de la comunidad cristiana.
Paralelamente, se perfila inequívocamente una tradición oral y escrita propia del naciente cristianismo y distinta de la tradición judía de la que había emanado. De este modo, los cuatro evangelios canónicos, base fundamental de la Sagrada Escritura del Cristianismo, son alumbrados en esta época: se estima que el más antiguo, el de Marcos, se remonta al año 55, y el más tardío, el de Juan, a los años 90. Durante el mismo período se constituyeron además colecciones de Epístolas, o cartas que los apóstoles enviaban a las iglesias recién fundadas para orientar, sancionar y dirigir el culto de las mismas. Entre estas destacan las de Pablo, aunque también son notorias las de Pedro, Juan y Santiago.
No obstante, esto no indica que no pudieran existir otros relatos alternativos a los canónicos, ya que la tradición oral era muy activa y susceptible por tanto de dar lugar a otros textos. Lógicamente la necesidad de poner por escrito relatos basados en esta tradición oral se iba haciendo más patente cuanto más se alejaba en el tiempo el período de la vida de Jesús y los discípulos que habían convivido con el.
A lo largo del siglo II y principios del III el cristianismo se habría de transformar de simple secta emparentada con el judaísmo a religión autónoma seguida por numerosos adeptos y que poseía una organización jerárquica definida y doctores revestidos de autoridad que teorizaban con cierta independencia acerca del dogma cristiano, lo cual daba lugar a disensiones y puntos de vista controvertidos lo suficientemente importantes como para amenazar la cohesión del conjunto. Este éxito extraordinario en la difusión del cristianismo podría en parte explicarse por el “momento crítico” que se vivía en el aspecto religioso de la sociedad, marcado por un gran desconcierto en este sentido en el seno del Imperio Romano que por entonces era muy sensible a los cultos orientales importados y que, por su gran extensión, se había convertido en un colorido mosaico social de culturas y credos. Si añadimos el hecho de que la nueva religión arraigó considerablemente en la aristocracia y clases medias romanas e incluso en la administración, el ejército y el propio entorno del emperador, resulta comprensible la aparición de diferentes puntos de vista y especulaciones en el seno del cristianismo en desarrollo.
Efectivamente, con el movimiento gnóstico que surge a partir del siglo II el cristianismo conocería su primera crisis seria, que le conduciría a la elaboración de una teología ortodoxa estricta y definida opuesta a las diferentes posiciones existentes, las cuales habrían de calificarse de heréticas. Este movimiento gnóstico, que si bien encontró un perfecto caldo de cultivo en la religión cristiana, no estaba ligado exclusivamente a ella sino que constituía un tipo especial de religiosidad conformado por una amalgama de influencias de diversas religiones y de diferentes épocas y que se adecuaba más como una actitud existencial general, imposible de ser definido en el marco de una religión en particular (ver el artículo “El gnosticismo”). En todo caso, la gnosis expresada en la tradición cristiana es presentada como una tendencia genérica subdividida a su vez en diversas sectas en base a diferentes interpretaciones y líneas de pensamiento, las cuales a su vez desarrollaban complejas especulaciones metafísicas.
Los textos gnósticos, con un sentido manifiesto y otro oculto que necesita de ciertas claves de interpretación para ser comprendido, expresan inequívocamente el carácter esotérico del gnosticismo, carácter opuesto al cristianismo ortodoxo para el que la enseñanza de Cristo es universal, comprensible y al alcance de todos. Sin embargo, digamos de paso que existen ciertos pasajes dentro de los propios textos canónicos que parecen indicar la existencia de un componente esotérico en la propia Iglesia primitiva:
“A vosotros os ha sido dado conocer el misterio del reino de Dios, pero a los otros de fuera todo se les dice en parábolas, para que mirando, miren y no vean, oyendo, oigan y no entiendan…” (Marcos, IV, 10-12)
“Y con muchas parábolas como estas les proponía la Palabra, según eran capaces de entender. Y no les hablaba sin parábolas; pero a sus discípulos se las explicaba todas aparte.” (Marcos, IV, 33-34)
El movimiento gnóstico, representado por grandes figuras como Basílides, Valentín o Marción (ver artículo “Los gnósticos”) fue duramente combatido por los Padres de la Iglesia cristiana, lo cual fue definiendo la ortodoxia del cristianismo y desembocó en la formación de un canon o lista de libros y textos autorizados por la Iglesia, entre los múltiples escritos que circulaban. Curiosamente, la misma iniciativa de elaborar un bloque de textos según reglas rigurosas que rechazaran otros escritos ya había sido expuesta por el gnóstico Marción hacia el año 150, que propuso su propio canon a partir del Evangelio de Lucas (sin las referencias al judaísmo) y una colección de determinadas epístolas de Pablo.
A finales del siglo II parece que ya había cierto acuerdo entre las diferentes iglesias para considerar una limitada lista de libros de inspiración divina, señalando como tal ya al Nuevo Testamento con los cuatro Evangelios (evangelio significa literalmente “buena noticia” o “buena nueva”) y la mayoría de las Epístolas (incluyendo las de Pablo). Para la constitución de este canon se buscó sobre todo el aspecto universalista, tal vez como contraposición al esoterismo gnóstico. Sin embargo, este acuerdo no implica que hacia esa época desaparecieran otros textos existentes considerados de carácter más o menos herético. Ya dentro del siglo III autores cristianos como Orígenes o Clemente de Alejandría atestiguan la existencia de otros evangelios, aparte de la subsistencia de escritos gnósticos específicos.
En todo caso, la actitud de los representantes de la Iglesia iba siendo cada vez más intransigente, llegando al punto de que cualquier texto rechazado estaba abocado a desaparecer, siendo calificado como apócrifo (término que significa “oculto”, derivado del griego original y literal “ocultar lejos”). Esta actitud se hizo más patente y resolutiva a partir del reconocimiento oficial del cristianismo por parte del emperador Constantino (313) y la ascensión a categoría de religión del estado romano dictada por Teodosio (380).
Además de la ya mencionada, existe otro tipo de literatura calificada de apócrifa digna de mención por haber tenido una influencia considerable en la evolución del cristianismo: al margen del cristianismo oficioso practicado por clérigos, monjes y teólogos estrictos se desarrolló un cristianismo popular más distendido y ecléctico que incorporaba elementos de los antiguos cultos paganos. Esta improvisada mezcla prosiguió a lo largo de los siglos, sobre todo en el medio rural, y dio lugar a un folclore sagrado de carácter netamente popular que podemos encontrar por ejemplo en el culto a los santos o la integración de ciertos componentes mitológicos antiguos en el cristianismo.
En efecto, tanto los textos canónicos como los heréticos estaban principalmente orientados a la predicación de Jesús, su Pasión y Resurrección, y las referencias mitológicas o similares que contenían eran sobre todo alusiones al Antiguo Testamento con el objeto de identificar a Jesús con el Mesías anunciado. Amplias etapas de su vida (como su infancia o la historia y origen de sus padres) quedaban en la sombra y suscitaban la imaginación del pueblo llano. De este modo nació un tipo de literatura que se alejaba en cierto modo de la tradicionalmente canónica, la ortodoxia y los preceptos religiosos, para tratar temas como la vida de Jesús y otros hechos digamos secundarios respecto al dogma y corpus principal de la religión. Esta literatura, considerada apócrifa en la medida en que era rechazada del canon de las Sagradas Escrituras por la Iglesia pero que no se consideraba estrictamente herética y gozaba además de la estima popular, consiguió perpetuarse en el tiempo y así llegar hasta nosotros. Las primeras redacciones de estos textos se remontan al período entre los siglos II y IV, y desaparecieron al ser proscritas por la Iglesia; pero pudieron transmitirse y generar numerosas versiones o revisiones más o menos adulteradas (hasta qué punto sería imposible de precisar), que en muchas ocasiones consistían en añadir otras leyendas al escrito primitivo o unir varios de estos escritos en uno solo. Estas versiones, traducidas a diferentes lenguas de la cristiandad, circularon durante toda la Edad Media y aún se conservan algunos manuscritos. Hay que señalar que la mayor parte de estos relatos son esencialmente leyendas, a veces demasiado fantasiosas, que no aparentan tener mucho alcance espiritual, pero que son altamente reveladoras del aspecto popular del Cristianismo.
Incluso un somero estudio de estos relatos (que en común podríamos llamar “evangelios ficticios”) revela interesantes elementos del paganismo subrepticiamente integrados en el seno del Cristianismo, como por ejemplo la especial devoción a la Virgen María, que entronca con el antiguo culto de la Diosa Madre y que la cultura popular ha dotado de un colorido y riqueza extraordinarios, arropando de alguna forma el fundamental sentido sacro-religioso de la figura de la Madre de Jesús tal y como se muestra en las Escrituras. Otros elementos imprecisos de origen apócrifo más o menos integrados en la tradición cristiana serían ciertos detalles de la imaginería de la natividad, el descenso a los infiernos de Cristo, la anunciación en la fuente, la presentación de María en el Templo, la Asunción, el nombre de los Reyes Magos, la presencia del buey y la mula en el portal o el nacimiento de Jesús en una gruta, y aún otros referidos a los hechos de los Apóstoles, todos los cuales en buena medida forman parte también de representaciones iconográficas y artísticas que no podrían ser comprendidas sin remitirse a estos textos de ficción. Algunos de esos elementos provenientes de los textos apócrifos se han integrado con absoluta naturalidad en la liturgia de la Iglesia, de tal manera que su origen nos pasa desapercibido, como efectivamente sucede con san Joaquín y santa Ana o el nombre de los Reyes Magos, datos que no se pueden encontrar en los textos canónicos aceptados.
Históricamente, la relación oficial de libros apócrifos o vetados por la Iglesia proviene del documento denominado “Decreto Gelasiano”. Este documento, atribuido a Gelasio (papa entre 492 – 496), especifica los libros canónicos y los que debían ser proscritos por apócrifos, y se basaba en otros documentos anteriores (al menos en lo que se refiere a los canónicos). En efecto, anteriormente en el año 374 el papa Dámaso ya había emitido un decreto en el cual se establecía un listado de los libros canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento (instituido como Canon Bíblico en el Concilio de Roma de 382); además Dámaso solicitó al erudito Jerónimo de Estridón que, en base a esos canónicos, realizara una traducción de la Biblia al latín incluyéndolos en su totalidad. Ya por entonces el Antiguo Testamento constaba de 46 libros y el Nuevo Testamento comprendía 27: los cuatro Evangelios, 21 epístolas, los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis. El resultado del trabajo de san Jerónimo fue la Vulgata, la Biblia “oficial” (confirmada en el Concilio de Cartago de 397) comúnmente usada desde entonces. Sin embargo, la relación de libros del Nuevo Testamento no era obra del papa Dámaso, sino que éste hizo uso de un canon anterior elaborado por Atanasio de Alejandría en el año 370. En todo caso una relación aproximada de los canónicos que conforman el Nuevo testamento ya se cree que circulaba hacia el final del siglo II.
Por tanto, la única aportación del Decreto Gelasiano es en realidad el hecho de relacionar los textos que se declararían apócrifos a partir de entonces, aportación por otra parte muy importante ya que de algunos de estos textos sólo tenemos noticia por su inclusión en este documento.
Pese al creciente afán de la Iglesia por erradicar los textos apócrifos no faltan los manuscritos que han sobrevivido en las bibliotecas, por lo que algunos han podido ser rescatados y editados ya desde el siglo XVII. Sin embargo, es a partir del siglo XIX y gracias al trabajo de algunos eruditos europeos cuando han visto de nuevo la luz importantes textos originales apócrifos, los cuales se han venido estudiando, catalogando y ordenando desde entonces. Estos trabajos estimularon en gran medida el interés por los textos apócrifos, a lo cual contribuyó el descubrimiento en Egipto de ciertos escritos, aunque generalmente fragmentados, como fue el Evangelio de Pedro o el de Tomás entre otros ejemplos de literatura cristiana no canónica.
Pero el descubrimiento más importante tendría lugar el año 1945 cerca de la localidad egipcia de Nag-Hammadi, un pueblo situado a orillas del Nilo en la región del Alto Egipto (hacia el sur del país). Unos campesinos de la zona encontraron casualmente en una gruta de un área montañosa cercana el lugar donde reposaba lo que hoy se denomina, en conjunto, la Biblioteca de Nag-Hammadi, que consiste en una colección de trece códices que comprenden cincuenta y dos tratados elaborados en papiro y encuadernados en piel, compuestos por un total de más de mil páginas y que permanecían resguardados en una jarra de cerámica sellada. Estos textos, datados entre los siglos III y IV de nuestra era, estaban escritos en lengua copta (la derivación del egipcio antiguo más cercana en el tiempo, usada desde el siglo I d.C.) aunque se especula que serían traducciones del griego. Relacionados con el cristianismo gnóstico primitivo, se trata sin duda de la colección de textos más importante que se conoce referente al gnosticismo cristiano.
La localización geográfica de Nag-Hammadi se corresponde con una de las zonas donde históricamente se sitúa el origen del movimiento cenobítico de los primitivos cristianos: además de la vida eremítica (llevada a cabo en soledad), se enfatizaba el valor místico de la vida monacal (comunidad aislada de monjes), movimiento que se desarrolló notoriamente entre los siglos III y IV en áreas del desierto egipcio que facilitaban este tipo de vida ascética. En la región circundante a Nag-Hammadi desarrolló su ministerio San Pacomio, el que se considera padre del movimiento cenobítico organizado y que llegó a aglutinar comunidades cristianas compuestas por cientos de monjes. Es por ello que no se descarta la idea de que pudieran haber sido monjes de estas comunidades de San Pacomio los artífices de los textos de la Biblioteca de Nag-Hammadi.
El hallazgo de la Biblioteca de Nag-Hammadi se considera de suma relevancia no sólo por aportar información de primera mano acerca de la historia del cristianismo primitivo, o por su aportación al estudio paleográfico de la lengua copta, descendiente directa de la majestuosa lengua de la tierra de los faraones; también ha sido de gran valor para la aproximación al gnosticismo, una corriente de pensamiento que en su vertiente más pura pretendía extraer y asimilar la sabiduría subyacente en todas las religiones y cultos con el fin de acercar al hombre a la divinidad, y que sin duda tuvo un papel importante en la génesis de la religión de Cristo.
A continuación expondremos el listado completo de textos recogidos en la Biblioteca de Nag-Hammadi, dividido en los Codex (códices) cada uno con sus tratados correspondientes. Podemos observar que algunos textos se repiten, a veces con algún matiz como si fuera el mismo texto pero procedente de distintas fuentes. Otros escritos aparecen fragmentados o incompletos. Algunos textos hacen referencia a elementos de la mitología del Antiguo Egipto, y otros incluso son escritos herméticos ya conocidos por otras fuentes, como el Asclepio 21-29.
Tras el descubrimiento de los códices, algunos de ellos se dispersaron pasando por diversas manos, como es el caso del Códice I, también llamado “Codex Jung” debido a que fue comprado para la Institución Jung de Zurich (Suiza); pero el Museo Copto de El Cairo reclamó todos los códices y tras años de periplo este ha sido su destino, conservándose actualmente en dicho museo.
LISTA DE TEXTOS DE NAG-HAMMADI:
Codex I o Codex Jung:
-Oración de Pablo
-Libro Secreto de Santiago
-Evangelio de la Verdad
-Tratado de la Resurrección o Epístola a Regino
-Tratado Tripartito
Codex II:
-Libro Secreto de Juan (versión larga)
-Evangelio de Tomás
-Evangelio de Felipe
-Hipóstasis de los Arcontes
-Sobre el origen del mundo
-La Exégesis del Alma
-Libro de Tomás el Contendiente
Codex III:
-Libro Secreto de Juan (versión breve)
-Evangelio Copto de los Egipcios o Libro sagrado del gran espíritu invisible
-Epístola de Eugnostos
-Sofía de Jesucristo
-Diálogo del Salvador
Codex IV:
-Libro Secreto de Juan (versión larga)
-Evangelio Copto de los Egipcios (incompleto)
-Carta a Meneceo (versión primera)
Codex V:
-Epístola de Eugnostos
-Apocalipsis de Pablo
-Primer Apocalipsis de Santiago
-Segundo Apocalipsis de Santiago
-Apocalipsis de Adam
Codex VI:
-Hechos de Pedro y los doce Apóstoles
-El Trueno, Mente Perfecta
-Enseñanzas Autorizadas
-Concepto de nuestro Gran Poder
-La República de Platón
-Discurso sobre la Ogdóada y la Enéada
-La oración de Acción de Gracias
-Asclepius 21-29
Codex VII:
-Paráfrasis de Sem
-Segundo Tratado del Gran Set
-Apocalipsis Gnóstico de Pedro
-Enseñanzas de Silvanus
-Las Tres Estelas de Set
Codex VIII:
-Zostrianos
-Carta de Pedro a Felipe
Codex IX:
-Melquisédec
-El Pensamiento de Norea
-Testimonio de la Verdad
Codex X:
-Marsanes
Codex XI:
-La Interpretación del Conocimiento
-Una Exposición Valentina, Sobre el Ungimiento, Sobre el Bautismo (1 y 2) y Sobre la Eucaristía (1 y 2)
-Alógenes
-Hipsifrones
Codex XII
-Sentencias de Sexto
-Evangelio de la Verdad (fragmentos)
–Fragmentos de procedencia desconocida
Codex XIII:
-Trimorfa Protennoia
-Sobre el origen del mundo (fragmentos)
Como hemos visto, los textos de Nag-Hammadi constituyen el cuerpo principal de toda la literatura apócrifa cristiana que se conserva. En líneas generales, esta literatura se puede dividir en tres partes o categorías:
– Los evangelios sinópticos, que son aquellos que se adaptan a la estructura básica de narración y contenido de los Evangelios de Mateo, Lucas y Juan. Como ejemplo podríamos mencionar el Evangelio de Pedro, el Evangelio de los Egipcios, de los Hebreos, de los Nazarenos o de los Doce. El Evangelio de Pedro fue encontrado, probablemente incompleto, en 1896 en el sepulcro de un monje cristiano, en la zona de la ciudad de Akhmim (la llamada Ipu en el antiguo Egipto y posteriormente Panópolis helenizado) que se encuentra algo al norte de la ya citada Nag-Hammadi a no demasiada distancia. El resto de los mencionados Evangelios no se conservan, sino que se conocen por alusiones de los Padres de la Iglesia.
– Los evangelios sectarios o heréticos: a este grupo pertenecería el Evangelio de Judas, del que se tiene constancia por mención de los autores cristianos san Ireneo y san Epifanio, que lo declararon herético. Hablaremos un poco más en detalle de este texto, cuya historia podría ser sacada perfectamente de una novela de intriga: San Ireneo, ya en el siglo II a través de su obra de refutación antiherética, reconocía implícitamente la existencia de un escrito denominado Evangelio de Judas detallando que era un texto pseudoepigráfico (falsamente atribuido a un personaje conocido) utilizado por la secta gnóstica de los “cainitas” (llamados así porque veneraban a Caín considerándole un ser de origen celestial). A mediados del pasado año 2004, una fundación radicada en Suiza anunció que poseía los restos de este texto, que habían llegado a su poder después de adquirirlos en una transacción privada, casi veinticinco años después de que estos manuscritos fueran encontrados en Egipto y sacados del país ilegalmente para su venta al mejor postor. El manuscrito, fragmentado y en bastante mal estado, ha sido restaurado y traducido en la medida de lo posible, y parece ser que sólo unas pocas páginas del códice pertenecerían al Evangelio de Judas, ya que otras corresponden a otros textos ya conocidos por Nag-Hammadi y buena parte es totalmente ilegible. La traducción del Evangelio de Judas muestra básicamente un diálogo entre Jesús y los discípulos, especialmente con Judas al que considera el predilecto; este diálogo se narra de manera desenfadada y contiene referencias directas a diversas nociones pretendidamente gnósticas, terminando con Judas entregando a Jesús a los sumos sacerdotes y recibiendo por ello un dinero, aunque según se da a entender aquí sería un hecho ya previsto y pactado por el propio Jesús con Judas.
La traducción del documento, escrito en un dialecto copto pero presumiblemente traducido a su vez de un texto griego más antiguo, fue encargada por la institución National Geographic a diversos expertos y en general es un escrito bastante difuso, con lagunas importantes debido a su mal estado, y por ello abierto a las más aventuradas interpretaciones. Su datación se ha establecido entre el siglo III y el IV d. C. y su autenticidad se ha comprobado por diversos métodos de laboratorio. En realidad, la única aportación importante del documento es que parece describir a un Judas muy apreciado por Jesús y la idea de una especial complicidad entre ambos, algo bastante diferente a lo que estamos acostumbrados a pensar.
Pero como ya hemos indicado, el Evangelio de Judas se conocía sólo por la mención expresa de san Ireneo al objeto de refutarlo, así como hizo con otros textos. El mismo san Ireneo aventura que el libro pudo tener como origen a Simón el Mago, pues señala a los cainitas como probables prosélitos de este controvertido personaje; de Simón ya hablamos en el capítulo de “Los gnósticos”, y ciertamente es atrevido pensar que fuera el autor del Evangelio de Judas.
Volviendo a la categoría de evangelios sectarios, tenemos también el Evangelio de Bartolomé (san Bartolomé Apóstol), el cual cita san Jerónimo y del que se conservan unos textos relacionados aunque no está definitivamente confirmado que se correspondan con el propio evangelio, denominados “Las preguntas de Bartolomé” y “La resurrección de Cristo”. Otro sería el Evangelio según Bernabé, mencionado apenas en el Decreto Gelasiano, o el Evangelio de Basílides (teólogo de tendencias gnósticas) del cual hace mención directa Orígenes de Alejandría y cuya existencia o contenido son absolutamente inciertos.
– Los evangelios ficticios, que básicamente agrupan todo el ciclo de los padres y la infancia de Jesús y serían el Protoevangelio de Santiago, el Pseudo-Mateo, el Pseudo-Tomás, los Evangelios árabe y armenio de la infancia, el Transitus Mariae, la Historia de José Carpintero, el Evangelio de Nicodemo…
En general a lo largo de la historia las diferentes confesiones de la religión cristiana han mantenido casi total consenso en cuanto a los libros que la Iglesia sancionó como canónicos y los que se declararon apócrifos. No obstante, tanto la Iglesia Ortodoxa como el protestantismo han admitido o rechazado algunos textos concretos en base a su propio criterio, aunque las variaciones son mínimas.